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Mucha gente huye de la Iglesia… por miedo a ser juzgado

Mujer rezando en la Iglesia

© Ronald Repolona

Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/09/14

A veces muchos se quedan sin entrar porque temen nuestro rechazo, temen el juicio y la condena.

El Señor nos manifiesta hoy su amor y nos asegura su presencia en el camino: «Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». Mateo 18, 15-20.

Hoy Jesús nos invita a pedir, porque Él está en medio de nosotros, porque no nos olvida. Esta promesa está llena de esperanza. Cuando dos o tres nos reunimos en su nombre Él se hace presente, se acerca, nos abraza. Está en nuestra oración, se hace presente en medio de nuestros miedos y preocupaciones, nos trae la paz. Es la fuerza de la oración comunitaria. Es la expresión de una unidad imposible de lograr sólo con nuestras fuerzas. Allí, en medio de nosotros, cuando es Él el que nos convoca, está Jesús. Reunirnos en nombre del Señor es la condición. Cuando Él nos congrega, se hace fuerte la unión. Es la comunión verdadera que nada puede romper. El Espíritu del Cristo nos une para siempre. Él está en medio de nosotros cada vez que nos unimos en su nombre, por Él. Me gusta esa imagen.

Jesús en medio de nosotros. Jesús uniéndonos en un abrazo. Muchas veces no valoramos la fuerza de esta promesa. Él no se desentiende de nuestra vida. Está presente cuando hacemos comunidad, cuando somos Iglesia. Tertuliano decía que no hay un cristiano solo. Porque uno sólo puede ser cristiano en Cristo y Cristo es comunión, porque en Él estamos todos. En Él somos Iglesia, no hombres solitarios. Un cristiano no puede vivir en soledad su comunión con Cristo. Vive unido siempre a otros hombres con los que camina.

Por eso, cada vez que rezamos, aunque estemos solos, Cristo nos une a toda la Iglesia. Nos hace Iglesia en nuestra oración pequeña y frágil. Manifiesta su poder en nuestra impotencia. Nuestra oración personal y comunitaria hacen presente a Cristo en medio de los hombres. Jesús sale a nuestro encuentro por el camino, nos habla, nos abraza. En oración aprendemos a escuchar, a ver, a comprender, a mirar. Nuestra oración es el camino para que Cristo se haga presente. Nos quejamos con tristeza de nuestra fragilidad para rezar. Cristo está presente allí donde nos reunimos en su nombre. No necesita una oración de calidad. Le basta con que expresemos el deseo de estar con Él, de caminar a su lado. Nuestra impotencia, nuestra debilidad, conmueven el corazón de Jesús que se abaja, que viene a nosotros, que desciende a nuestro lado.

No sé si es por culpa de nuestros prejuicios, o de nuestras envidias, o de nuestro espíritu competitivo. No sé si es por nuestras heridas o por esa sensación que tenemos en lo más hondo de que no valemos tanto como quisiéramos. Pero lo cierto es que nos cuesta aceptar a todas las personas como son. Nos cuesta aceptar al diferente, al que es mejor que yo en algún aspecto, al que no piensa de la misma manera, al que no se comporta como yo esperaba. Nos cuesta aceptar al que nos ha herido, al que nos ha excluido en alguna ocasión.

Y así, casi sin darnos cuenta, construimos muros, separamos, dividimos, excluimos, rechazamos, juzgamos, condenamos. Nuestro corazón no es ese lugar en el que todos pueden sentirse aceptados sin condiciones. En el camino de Santiago siempre vuelvo a experimentar que allí todos son aceptados sin importar de dónde vienen, en qué trabajan, a qué dedican su vida, cuál es su situación familiar. Hay una pregunta que no se suele hacer salvo que la confianza te invite a ello: ¿Qué haces en tu vida normal? ¿A qué te dedicas? No hay preguntas, no hay un cuestionamiento previo. No se acepta a las personas por su posición económica, por su forma de vestir, por sus amistades, por su posición social, por su idioma. En el camino no hay diferencias. Los mismos albergues, el mismo equipaje, los mismos caminos, el mismo esfuerzo, la misma vida cada día.

Es verdad que el camino es sólo un paréntesis en nuestra vida real, una escuela de aprendizaje, un parón para meditar sobre nuestra realidad. Pero tal vez allí aprendemos a aceptar a las personas sin etiquetarlas previamente, sin encasillarlas, sin fijar de antemano lo que podemos esperar de ellas y lo que no nos van a dar. Es por eso que en la vida necesitamos lugares como el camino. Lugares en los que ser acogidos sin ser medidos por nuestro comportamiento, por nuestra idoneidad, por nuestros méritos. Lugares en los que otras personas nos quieran por lo que somos, no por nuestros logros y éxitos. Lugares en los que no nos juzguen por nuestra vida pasada. Espacios en los que poder vivir sin necesidad de estar demostrando siempre cuánto valemos. Lugares donde nos quieran sin examinar nuestra historia. Jesús vivió así con los suyos. No hizo un examen previo a sus discípulos para ver si eran capaces y válidos para la temeraria empresa de seguir sus pasos.

No quiso probar antes de llamarlos a ver si valían, si estaban preparados, si respondían a todas las expectativas. Seguramente no hubieran superado la prueba, no hubieran pasado la entrevista de trabajo, no se hubieran atrevido a seguir al Maestro. Por eso Jesús llamó a los que quiso e hizo de ese puñado de hombres un espacio de familia, un lugar de encuentro, un hogar para la misión. Allí cabían todos. Bastaba con querer caminar siguiendo sus pasos para formar parte de esa comunidad extraña, unidos por un amor profundo al Señor. Donde dos o tres se reunían, estaba Él en medio. Bastaba con querer soñar sus sueños. Bastaba con querer dar la vida por amor y estar dispuestos a ser pescadores de hombres. Y todo ello sin dejar de lado sus límites. Sabiendo su historia y aceptándola. Conociendo su pobreza y su riqueza. Podían estar entonces al lado de Jesús sin tener que rendir cuentas cada noche.

Todos necesitamos un nido, un hogar en el que echar raíces. Necesitamos una familia en la que descansar. Un lugar alegre en el que vivir con esa paz sencilla que tiene el corazón que reposa en Dios. Nuestra propia familia debería ser ese espacio de alegría en el que poder descansar sin tener que demostrar nada: «Si no transformamos nuestra familia en un reino de alegría, nuestros hijos se irán a buscar otras alegrías fuera de casa. En toda comunidad reinará a la larga una atmósfera de alegría o bien una atmósfera viciada»[1]. Hacen falta espacios de alegría, de paz, de tranquilidad, donde el hombre pueda ser él mismo. Lugares en los que dejar que las raíces crezcan profundamente. Si no es así, buscaremos fuera lo que no tenemos en casa. Viviremos desorientados, por no tener un núcleo. Así debería ser la misma Iglesia, nuestra Familia de Schoenstatt. Decía el papa Francisco: «La familia cristiana ejerce su apostolado mediante la hospitalidad. Abrid de par en par vuestras casas y al mismo tiempo abrid de par en par vuestros corazones. Una casa de verdad no puede dejar de tener huéspedes. El arte de la hospitalidad puede así convertirse en el apostolado de la hospitalidad. Vivid de modo que cada uno de los que visiten a vuestra familia desee vivir como vosotros».

Que todos puedan tener un espacio en el que vivir. Un espacio de libertad y de amor en el que cada uno puede darse con libertad. Decía Jorge Bucay: «Para mí, el amor es la decisión sincera de crear para la persona amada un espacio de libertad tan amplio como para que ella pueda elegir hacer con su vida, con sus sentimientos y con su cuerpo lo que desee, aún cuando su decisión no me guste, aún cuando su decisión no me incluya»[2]. A veces es difícil encontrar y dar esos espacios de acogida. Nos podemos ver diferentes y nos cuesta querer bien a los que son distintos.

Encasillamos a los hombres por su condición social, por su procedencia, por sus capacidades, por su forma de ser. A veces nosotros mismos nos excluimos sin que otros nos excluyan. El autorechazo nos aleja y evita que nos arriesguemos al dolor que puede suponer ser rechazados. A veces muchos se quedan sin entrar porque temen nuestro rechazo, temen el juicio y la condena.

[1] J. Kentenich, Familia, Reino de María, Retiro de Federación de Matrimonios, 31. 05 – 04. 06. 1950

[2] Jorge Bucay, 20 pasos hacia delante

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