Testimonios de personas que dan su vida sin reserva
Esta semana la hermana Juliana Bonoha, daba una rueda de prensa, tras ser dada de alta del hospital Carlos III al comprobarse que no tenía el ébola. A ella le ha tocado, de momento, seguir dando la vida como misionera día a día. Al Padre Miguel Pajares, que en agosto vino con ella desde Monrovia, en cambio, después de dar su vida durante setenta y cinco años como misionero, le toco darla, víctima de esta gravísima enfermedad contagiosa.
Los testimonios de la hermana Juliana y del Padre Miguel, con desenlace distinto, son iguales: son testimonios de misioneros que dan su vida sin reserva. Y son el mismo testimonio que el del hermano George Combe y de la hermana Chantal Pascalin, que fallecieron a causa del virus.
Para muchos su sacrificio podrá parecer inútil. El Hospital San José de Monrovia permanece clausurado desde el pasado uno de agosto, tras la medida del gobierno liberiano de cerrar todos los hospitales excepto el ELWA, a las afueras de la capital, donde se atienden los casos de ébola por Médicos Sin Fronteras. Ahora todos volvemos la mirada al lugar de la tragedia, y el Ministerio de Sanidad de España en colaboración con la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo ha aprobado la donación para el hospital de Monrovia de un cargamento con once toneladas de medicación y material sanitario de protección, valorado en 155.756 euros.
Parece que ya los misioneros han quedado en segundo plano. Pero es lo lógico. Lo raro hubiese sido lo contrario. Porque ni el Padre Miguel ni la hermana Juliana, ni el padre Gorge ni la hermana Chantal, fueron un día al último sótano mugriento de la casa de este mundo para salvar a sus gentes de una enfermedad infecciosa, y menos para que esta enfermedad no llegase a los salones nobles de la casa, en el primer mundo, y fuera un peligro para todos nosotros.
Ellos fueron precisamente para eso: para estar con los últimos, con los que, con ébola o sin ébola, no son nunca noticia. Es más, fueron para ser uno más entre ellos. Por un instante, su aparatosa repatriación por el contagio los hizo famosos e importantes, en realidad no tanto por su testimonio, sino por la amenaza de contagio que representaban. Pero fue un “flash” más de este enloquecido mundo mediático. Ahora, en el cielo o en la tierra, siguen siendo misioneros. Es decir, siguen siendo de los últimos, de los olvidados, precisamente por elegir estar con los últimos y con los olvidados.