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Decirse “buenos días”: ¿políticamente incorrecto?

Muéstrame tu sonrisa

© Ben Smith

Oleada Joven - publicado el 02/09/14

Desearse felicidad gratuitamente es algo que no se lleva y que incluso entre los amigos sólo funciona por Navidad

¿Recuerdan ustedes el final de aquel prodigio cinematográfico que se titulaba Milagro en Milán?. Los pobres de la ciudad, cansados de ser expulsados de todas partes por los ricos, arrebataban sus escobas a los barrenderos y, montados en ellas, levantaban el vuelo «hacia un reino en el que decir ‘buenos días’ quiera decir de verdad ‘buenos días’». La frase enlazaba con una de las escenas iniciales de la película, cuando el protagonista, el joven e ingenuo Totó, al salir del hospicio, donde pasó sus primeros años, saludaba alegre y espontáneamente a todo el mundo y comprobaba, con sorpresa, que los saludados le miraban agresivamente, como si su saludo fuera más bien un insulto.

Yo repetí hace años y varias veces la experiencia y comprobé que la observación de Cesare Zavattíni era rigurosamente exacta: tú veías venir por el fondo de la calle a un desconocido y, al acercarte a él, te volvías y, muy amable, le sonreías con un «buenos días» o un «¿cómo está usted?» en los labios y comprobabas que, infallablemente, el saludado, en lugar de con sonrisa, te miraba con desconcierto, casi con temor, como pensando: «¿pero por qué me saluda a mí este desconocido?», o como temiendo que, si te respondía amablemente, luego te dirigirías a él para pedirle un préstamo o la cartera. Muchos huían casi ante la presencia de aquel «espontáneo del saludo» en que yo me había convertido. O, cuando más, te respondían con otro «buenos días» que no sabías nunca si era una respuesta o un bufido.

Es curioso: la cortesía ha establecido que sólo se debe saludar a los conocidos. Y la costumbre ha señalado que cuando un desconocido nos dice «buenos días» no puede ser simplemente porque nos desea un buen día, sino como prólogo para pedirnos o preguntarnos algo, aunque sólo sea la hora. Desearse felicidad gratuitamente es algo que no se lleva y que incluso entre los amigos sólo funciona por Navidad y sus alrededores.

Si un compañero nos llama por teléfono y cuando ha terminado cuelgas y compruebas que no te ha pedido nada, te preguntas sorprendido a ti mismo: «¿Y para qué me ha llamado éste?» Se entiende que nadie llama a un amigo por el placer de conversar con él, sino «para» algo, lo mismo que nos preguntamos llenos de sospechas por qué, en un encuentro o una fiesta, Fulano o Zutano habrán estado tan simpáticos con nosotros, por qué nos habrán sonreído, y hasta empezamos a prepararnos para el favor que, sin duda alguna, nos van a pedir en el próximo encuentro. ¿O acaso alguien sonríe hoy sin segundas intenciones?

Esta comercialización de la sonrisa y esta tendencia a introducir el «baremo utilidad» hasta en el terreno de la amistad me parecen dos de las más graves pestes de este siglo. Lo grave es que hasta a veces nos educan para ello: montones de mamaítas predican a sus hijos aquello del «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija» y les empujan a elegir sus amistades en proporción directa al fruto que de los amigos puedan obtener. Les dicen qué compañías «conviene frecuentar y cuáles, en cambio, nunca resultarán «rentables». Les educan en el arte de «sacarle jugo» a la sonrisa, como si se tratara de un «bien escaso» y conviniera reservarla únicamente para aquellas ocasiones en que va a conseguirse algo a cambio.

Una vez, en este cuadernillo de apuntes, conté yo la historia de cierto monseñor que, durante el Concilio, no malgastaba su sonrisa en saludar a los obispos y se iba directamente a invertirla en la tribuna de cardenales; y poco después recibí una carta de cierto amigo del tal monseñor que, muy orgulloso, me explicaba que gracias a esa sonrisa bien «distribuida» había conseguido el prelado lo que deseaba. Una respuesta que no me descubrió nada, porque yo ya sabía que una sonrisa bien empleada termina siendo rentable, y lo que más bien discutía es ese tipo de degradación de las sonrisas. La «eficacia» -incluso si es la santa eficacia- nunca me ha parecido una regla de vida.


Por eso me entusiasmaba que en las clases de teología me explicaran que Dios era «gratuito», que la gracia era «gratuita», que todo lo importante de este mundo se hace sin un «para qué» distinto del simple amor. Apañados estábamos si Dios sólo nos amase en la medida en que pudiéramos serle útil! Nunca he entendido por qué la gente suele presentar como la cima de la santidad -y que a mí me parece simple sensatez- aquel precioso soneto-oración que dice que «aunque no hubiera cielo yo te amara». Porque si sólo amásemos a Dios por lo del cielo, y lo de ser creyentes fuera un negocio como tantos, ¿en qué se diferenciaría el ciclo de un infierno con azúcar?

En un infierno con azúcar iremos convirtiendo el mundo en la medida que vayamos canjeando amistad por utilidad y sonrisas gratuitas por sonrisas rentables. El diccionario define la palabra «amistad» como «afecto puro y desinteresado», y me pregunto por qué entonces en tantos idiomas hay refranes que invitan a desconfiar de la amistad. «Cuando la desgracia se asoma a la ventana, los amigos no se asoman a mirar», dicen los alemanes. «Viviendo juntos, los animales aprenden a amarse y los hombres a odiarse», dicen los chinos. «Quien cae, no tiene amigos», dicen los turcos. «Con mi duro cuento yo, que con mis amigos no», decimos los españoles.

Leo todas esas frases y me resisto a creerlas. Si fuesen Verdaderas tendríamos que empezar ya a apoderarnos de las escobas de los barrenderos para ir hacia otro reino en el que decir «buenos días» significase solamente que estamos deseando que todo el mundo tenga felicidad. Propongo que fundemos la sociedad de la «Sonrisa gratuita», que tendría por reglamento una sola obligación: la de sonreír a todo el que se cruce con nosotros en calles y autobuses, Metros y pasillos de oficina, ascensores y bares. ¡Algo estallaría! Al principio los miembros de «Sonrisa gratuita» seríamos mirados con sospechas, quizá, llevados a la cárcel como subversivos. Pero ¿y si luego, cuando vieran que éramos inocentes, empezaban todos a sonreír y cambiaban las calles del mundo al verse pobladas por otro tipo de humanos, por gentes que se querrían las unas a las otras sin pedirse nada a cambio?

Abro los ojos y me pregunto si sueño. Y parece que hubiera más sol.

“Razones para la Esperanza”, de Martín Descalzo. Artículo publicado por Oleada Joven

Tags:
virtud
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