Se ha convertido en el mejor símbolo de victoria y salvación, expresa la cercanía y entrega de Cristo, el amor ilimitado de DiosNo nos damos mucha cuenta, porque ya estamos acostumbrados a ver la cruz en la iglesia o en nuestras casas. Pero la cruz es una verdadera cátedra, desde la que Cristo nos predica siempre la gran lección del cristianismo.
La cruz resume toda la teología sobre Dios, sobre el misterio de la salvación en Cristo, sobre la vida cristiana.
La cruz es todo un discurso: nos presenta a un Dios trascendente pero cercano; un Dios que ha querido vencer el mal con su propio dolor.
Un Cristo que es juez y señor, pero a la vez siervo, que ha querido llegar a la total entrega de sí mismo, como imagen plástica del amor y de la condescendencia de Dios.
Un Cristo que en su Pascua -muerte y resurrección—ha dado al mundo la reconciliación y la Nueva Alianza entre la humanidad y Dios.
Esta cruz ilumina toda nuestra vida. Nos da esperanza. Nos enseña el camino de cada día. Nos asegura la victoria de Cristo, a través de la renuncia a sí mismo, y nos compromete a seguir el mismo estilo de vida para llegar a la nueva existencia del Resucitado.
La cruz, que para los judíos era escándalo y para los griegos necedad (1 Cor 1,18-23), que escandalizó también a los discípulos de Jesús, se ha convertido en nuestro mejor símbolo de victoria y esperanza, en nuestro más seguro signo de salvación y de gloria.
No es de extrañar que, cuando en nuestra celebración empleamos el gesto simbólico del incienso—signo de honra, de veneración y alabanza— sea en primer lugar la cruz la que reciba nuestro homenaje.
En esa cruz se centra nuestra comprensión de Cristo y de su misterio pascual. Ahí esta concentrada la Buena Noticia del Evangelio.
Todas las demás palabras y gestos simbólicos lo que hacen es explicar, desarrollar (y, a veces, oscurecer) lo que nos ha dicho la cruz…
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