El Papa Francisco “dirige su apremiante llamamiento a la Comunidad internacional, para que, activándose para poner fin al drama humanitario en curso, actúe para proteger a cuantos se ven afectados o amenazados por la violencia”. El llamamiento del Pontífice se refiere al “Norte de Iraq” y no se refiere sólo a los cristianos, hay cien mil huyendo, sino a todas las víctimas de la violencia. El calvario de los cristianos de la región de Mosul es sabido, y nuestros lectores lo conocen bien. Pero a las masacres de cristianos se añaden ahora las de los seguidores de otra religión, los Yezidíes (leer aquí). La Iglesia católica no aprecia particularmente las visiones gnósticas del mundo, pero hoy es entre los pocos en Irak que levanta la voz contra la masacre de esta minoría que acompaña a la de los cristianos.
Pero protestar no basta. Cuando el Papa invita a la comunidad internacional a “activarse” y “actuar” para proteger a los que están amenazados por la ciega violencia de las milicias fundamentalistas, plantea evidentemente el problema de una intervención armada. Los iraquíes solos no pueden más. Las misiones humanitarias curan a los heridos y sobre todo entierran a los muertos, pero no impiden nuevas masacres. ¿Es justo mandar a los cazas a bombardear o a las tropas a combatir contra los terroristas del ISIL? Los problemas políticos son evidentes: muchas citas electorales han enseñado a los gobiernos de Estados Unidos y Europa qué impopular es mandar soldados a morir a tierras lejanas, incluso por las mejores razones humanitarias.
Desde el punto de vista moral, sin embargo, el pacifismo absoluto como máscara de inconfesados intereses electorales no se corresponde con el magisterio de la Iglesia. No solo los papas se han mostrado a favor de la llamada “injerencia humanitaria”, sino que el Papa Francisco, como sus predecesores, nos remite a menudo al Catecismo de la Iglesia Católica. En el número 2265, éste enseña que “la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad”. Un derecho que es también un “grave deber”, a escala nacional y para la comunidad internacional.
San Juan Pablo II desarrolló, con ocasión de las tragedias de Bosnia y Somalia, la doctrina del “Catecismo”, recordando a la comunidad internacional que no puede atrincherarse tras un malentendido pacifismo para renunciar a una “injerencia humanitaria” obligatoria. El 5 de diciembre de 1993, hablando a la FAO, el Papa Wojtyla afirmaba que “la conciencia de la humanidad, apoyada por las disposiciones del derecho internacional humanitario, pide que sea obligatoria la intervención humanitaria en las situaciones que comprometen gravemente la supervivencia de pueblos y grupos étnicos enteros”. El 30 de noviembre de 1993, al recibir al ministro de Exteriores de la OSCE, el Pontífice polaco denunciaba el “escándalo del desinterés frente a excesos inadmisibles”, reafirmando el deber de injerencia humanitaria cuando “los derechos fundamentales de un pueblo están en juego”. En la audiencia del 12 de febrero de 1994, san Juan Pablo II reafirmaba el mismo principio, invitando a “cualquier tipo de acción” – no “sólo política” sino “también” militar – para “desarmar al agresor” cuando amenaza con llevar a cabo masacres.
El 8 de agosto de 1992, con la precisión de que la publicación había sido explícitamente autorizada por el Pontífice,
L’Osservatore Romano recogía esta declaración del cardenal Secretario de Estado, Angelo Sodano: “Con el Papa hemos hablado de las preocupaciones graves por Bosnia-Herzegovina. Y hemos hablado un poco del derecho de injerencia humanitaria. Diría que los Estados Europeos y las Naciones Unidas tienen el deber y el derecho de injerencia, para desarmar a uno que quiere matar. Esto no es favorecer la guerra, sino impedir la guerra”. El día después, frente a polémicas de pacifistas, la Sala de prensa vaticana reafirmaba el pensamiento del Papa, según el cual es “un pecado de omisión” “no hacer todo lo posible – con los medios que las Organizaciones Internacionales sean capaces de poner a disposición – para detener la agresión contra poblaciones indefensas”, y en estos casos, no interviniendo adecuadamente, uno se convierte en “cómplices del mal”.
Hoy, tras la canonización de Juan Pablo II, este magisterio adquiere aún mayor autoridad. Debemos verdaderamente estar atentos a no convertirnos en “cómplices del mal” por la vía de la omisión y la inacción. Contra los verdugos, lo enseñan no sólo los Pontífices sino la historia, las bonitas palabras no bastan.