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Hoy miramos a Pedro y a Pablo, las dos columnas de la Iglesia, las dos columnas de nuestra fe.
Los apóstoles más importantes se celebran el mismo día. Impresiona. Los nombramos y los miramos juntos. Los unió Cristo.
En los cimientos de la Iglesia está esa unidad de los dos. Compartieron los últimos días de su vida en la cárcel en Roma.
Los dos murieron por confesar a Jesús. Por fin pudieron hacerlo. Desearían poder decirle al final de su vida que estaban dispuestos a darlo todo por Él, que se rendían a Él, que lo amaban hasta el extremo.
Querían afirmar en lugar de negar. Se encontraron en Roma. Habían tenido vidas diferentes, habían sido educados de forma muy distinta. Nunca se hubiesen conocido sin Cristo.
Dos hombres distintos con lo esencial en común
Pablo conocía muy bien las Escrituras, había sido un fariseo lleno de celo. Por su lado, Pedro fue un pescador sencillo, sin mucha formación. Pedro, galileo, Pablo, de Tarso.
Ni siquiera compartieron a Jesús en vida. Pedro fue su mejor amigo. Pablo no tuvo esa suerte.
Ni siquiera al inicio de la Iglesia, después de la conversión de Pablo, compartieron comunidad, hubo incluso entre ellos algunos desencuentros.
Dios construye siempre sobre lo humano. Faltaba Jesús, y cuando los apóstoles tenían que tomar decisiones, a veces no todos lo veían igual.
Dudas y seguridades
La misma tensión que surge ahora tantas veces. La duda entre repetir lo mismo que ha funcionado o mantener el espíritu pero abrir nuevos caminos con nuevas formas.
Pedro y algunos pensaban que para ser cristiano había que ser primero judío. Ellos habían recibido que Jesús vino a dar plenitud a toda la historia de Israel.
En el corazón de Pablo ardía el fuego de llevar el mensaje de Jesús hasta los confines de la tierra, a todos los pueblos, a los gentiles. Era su misión.
Pablo debía obediencia a Pedro. Pedro, lo sabía, no era el más sabio, ni siquiera el más fiel. Pero Jesús se fijó en él y le pidió que él, con su pobreza, condujese la Iglesia cuando Él ya no estuviese.
Jesús confía en ellos
Le entregó su barca, conociendo su fragilidad. Y se fió. Como se fía hoy al encomendar esta misión a los Papas.
Hoy rezamos por el papa Francisco, que, en su debilidad de hombre, asume sobre sus hombros el peso de la Iglesia.
Jesús ve más de lo que nosotros vemos. Mira la belleza del alma, nuestras posibilidades, sueña con nosotros cuando nosotros sólo vemos limitación.
Pablo tenía una mirada profética. Conocía el mundo y tenía el anhelo de llevar a Jesús a todos los pueblos. Sabía que Jesús respondía a la sed de todo hombre.
Encuentro final de Pedro y Pablo en Roma
Pasados los años, despojados de todo, se volvieron a encontrar los dos en Roma.
A veces, en el dolor, en la muerte, en la enfermedad, uno deja sus prejuicios, y sólo queda lo importante frente al otro.
Me conmueve pensar todo lo que hablarían los dos en Roma, en la cárcel que según la tradición compartieron.
Lo que se contarían, cómo hablarían de Cristo los dos, cómo se sostendrían. La cárcel se llenó de luz.
Los dos murieron por Jesús en el mismo tiempo. La tradición los celebra el mismo día. Los dos, seguramente, se apoyaron y se admiraron en esos últimos días.
Pedro le contaría tantas cosas de Jesús en vida. Pablo le escucharía y llegaría a descubrir por qué Jesús se fijó en Pedro. Su nobleza, su fuerza, su autenticidad, su humildad, su transparencia. A través de Pedro conocería más a Jesús.
Pedro admiraría ese amor inquebrantable de Pablo sin haberlo conocido, sin haber dormido y comido a su lado, su capacidad para dejarlo todo por un solo encuentro.
Los dos necesarios
Pedro es la raíz, la llave, la mirada, las lágrimas, el perdón, el te quiero, la roca, la herida.
Pablo las alas, la puerta que se abre a un mundo nuevo, la espada, la caída, el fuego, el horizonte, el aguijón, la palabra. Se necesitan. Se complementan.
Nuestra Iglesia se sostiene sobre dos hombres que se hicieron santos porque dieron un sí a Cristo.
Porque lo siguieron aunque cayeron, no se reservaron nada, creyeron en su amor más fuerte que la muerte, más grande que su pobreza. Creyeron en su perdón.
Cristo cambió sus vidas, a los dos les cambió el nombre, lo pronunció y ellos no se resistieron. De Simón a Pedro. Tú eres la piedra. De Saulo a Pablo. Soy Jesús, a quien tú persigues.
¡Cuánto los amó Jesús! Los nombró, los llamó. Pedro. Pablo. Y ellos nombraron a Jesús hasta el día de su muerte. Murieron pronunciando su nombre, tal como vivieron.