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¿Por qué comulgo y sigo sintiendo envidia, tristeza,…?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/06/14
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Cómo afrontar los sentimientos de ese hombre viejo que vive en nuestro interior y se resiste a morir
Siempre nos conmueve descorrer el velo de nuestro corazón, de nuestra intimidad. A veces a Jesús no lo entienden, no lo acogen, no les interesa saber quién es, sólo que les solucione su problema concreto y seguir con su vida de antes. No quieren complicaciones. Sólo que les hagan caso en sus peticiones.
 
Jesús se entristece. Siente el fracaso igual que nosotros. No le buscan a Él, buscan sus milagros, y Él, puede saciar su sed de amor, de paz, de hogar, de descanso, lo está deseando. Pero ellos se van.
 
No han creído, quizás, que eso era posible. No han sabido mirarle. No acogen todo lo que Él puede darles. Se alejan.
 
A veces a nosotros nos pasa lo mismo. En nuestra vida, nos acercamos a Dios porque pensamos que necesitamos algo, pero no queremos que se meta en ella, que cambie el corazón, que nos llene, no le damos el timón, lo tenemos nosotros fuertemente agarrado. No le adoramos en realidad, porque no le dejamos que sea el Dios de nuestra vida.
 
Jesús se vuelve a sus apóstoles. Les pregunta: « ¿También vosotros queréis marcharos?». Es una pregunta muy humana. Conmueve. Necesita a sus amigos. Es increíble que nos necesite Dios. Hoy nos dice: « ¿También tú quieres marcharte? ¿Tú me buscas para que te solucione eso que necesitas y luego te vas?
 
El Sagrario es el signo del amor de Dios que se queda, que permanece. Nosotros vamos a adorarle y a veces nos sentimos vacíos. No escuchamos, no sentimos, no tocamos. Nos sentimos frustrados, secos, fríos. ¡Qué nos pasa! El alimento no nos alimenta.
 
Pero Él está ahí, escondido, aguardando. Sólo quiere que vayamos a su encuentro. Necesita nuestro silencio, nuestras palabras. Necesita que le abramos nuestro corazón lleno de miedos. Quiere que le acompañemos, no quiere estar solo. Pero muchas veces pasamos de largo.
 
Quisiéramos tener los sentimientos de Cristo. Pero, ¡qué difícil sentir como Cristo! Nos dice san Ignacio de Antioquía: «No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón».
 
Comulgamos, comemos su alimento, estamos con Él y nuestros sentimientos no son los suyos. Son del mundo. Son de ese hombre viejo que vive en nuestro interior y se resiste a morir.
 
El corazón está desordenado, falta armonía. Pensamos una cosa y hacemos otra. Cuando estamos cansados o exigidos, afloran al borde del alma sentimientos desconocidos hasta ese momento.
 
Nos sorprende lo que puede llegar a existir en las profundidades del océano de nuestra alma. Allí, cuando no reina Dios, reina el mundo, reinan las pasiones, las fuerzas que brotan de lo más hondo.
 
Esas pasiones que son fuente de vida y que muchas veces nos desconciertan. Porque no las controlamos y son ellas las que nos controlan. Pero son también de Dios. Son esas fuerzas que nos llevan a lograr lo imposible, que nos dan aliento cuando flaquean las fuerzas. Sí, ese amor instintivo a la vida, al mundo, a los hombres.
 
Dios nos ha creado con pasiones. Pero también sabemos que los sentimientos del mundo nos pueden alejar de Dios. Y queremos que Él reine.
 
Dice san Juan de la Cruz en su Cántico espiritual: « ¿Qué hacéis? ¿En qué os entretenéis? vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias. ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra alma, pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y gloria os quedáis miserables y bajos de tantos bienes, hechos ignorantes e indignos!».
 
Nos apegamos a la tierra y apartamos nuestra mirada de lo importante, de lo que realmente cuenta, de la verdad, de la vida, del amor más auténtico.

Nos hacen creer que viviremos eternamente en la tierra. Y nos llevan a pensar que nuestras fuerzas son infinitas.
 
Surge entonces la codicia, la envidia, el orgullo, la vanidad, el deseo de poseer, de dominar, de alcanzar, la impaciencia, la soberbia, la pereza, la amargura, la tristeza, reinan cuando no está Dios en nosotros.
 
Cuando Él no reina en nuestro interior, reina el mundo. Quisiéramos que las piedras se convirtieran en pan, con tal de saciar el hambre. El camino es el que Jesús nos muestra. Él es el camino, el alimento verdadero, la vida eterna.
 
El otro día leía: «Más que el ejercicio de las virtudes, será el esfuerzo por purificar el corazón lo que nos llevará más brevemente y en modo más seguro a la perfección del amor, porque el Señor está dispuesto a concedernos toda clase de gracias, con la condición de que no le pongamos absolutamente ningún obstáculo. Es justamente volviendo puro nuestro corazón que sacamos cuanto obstaculiza a Dios»[2].
 
Vivir en Dios, alimentarnos de Cristo, es lo que va purificando esos sentimientos que nos turban y quitan la paz.
 
Comer a Jesús, comer su Cuerpo, nos asemeja en lo más profundo. Porque muchas veces tenemos que reconocer que Dios no reina en nuestro corazón. Los sentimientos de Cristo son muy diferentes a esos sentimientos que no nos dejan subir lo más alto. Cristo nos enseña el camino del verdadero amor. Su caridad es constante, sin falta

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