“No hay pobreza más profunda que la incapacidad de alegría”
El mundo ha perdido capacidad de alegría. Es la tesis del economista Richard Layard en su libro “Happiness: Lessons from a New Science” (2005). Sus investigaciones muestran que en los últimos cincuenta años algunas sociedades han duplicado su ingreso, pero no su felicidad. De hecho, ésta ha disminuido. Parece que cuando la abundancia entra por la puerta, la alegría escapa por la ventana, dejando una pobreza aún más grande. Porque “no hay pobreza más profunda que la incapacidad de alegría”, decía Joseph Ratzinger.
No hace mucho, me pidieron confesar a unos niños antes de su primera comunión. Mientras unos se confesaban, otros jugaban en el patio. Podía escuchar sus juegos, risas y carcajadas. Al principio no les presté mucha atención. Poco a poco, sin embargo, sus risas lograron despertarme en medio de su mundo, que con frecuencia es más serio y auténtico que el de los adultos.
Los niños también sufren mucho; pero, mientras siguen siendo niños, son muy hábiles para rehacer su alegría. Su tierna confianza puede siempre engañarlos pero jamás desanimarlos. En cuanto cambian un poco las circunstancias, “los niños aceptan inmediatamente y con toda naturalidad la alegría y la dicha, siendo ellos mismos dicha y alegría”, escribía Víctor Hugo.
Escuchaba su alboroto –los niños no saben ser felices en silencio– cuando caí en la cuenta de que ninguna risa es más sincera que la suya. Las risas adultas con frecuencia son afectadas, superficiales, teñidas de un cierto mimetismo camaleónico. No culpo a nadie. Yo mismo me he reído muchas veces disimulando penas, sobrellevando el mal –propio y ajeno–, padeciendo soledad y desamparo.
La risa de los niños debe su autenticidad a una experiencia más honda que la de poder jugar y bromear. Los niños en general, si tienen unos padres medianamente buenos, se sienten inmensamente amados. Éste es el secreto de su risa y de su dicha. De hecho, muy al contrario de la risa adulta, que a veces necesita un par de tragos para soltarse y afinarse, la risa de los niños se apoya en su impotencia, en su dependencia, en su necesidad de alguien más que vea por ellos.
Georges Bernanos tuvo, en este sentido, una poderosa intuición: “el niño extrae humildemente el principio mismo de su alegría del sentimiento de su propia impotencia. Confía en su madre. Presente, pasado, futuro, toda su vida, la vida entera, se encierra en una sola mirada y esa mirada es una sonrisa”.
Hace unos años, un Obispo dijo en su homilía estas palabras, que no dejan hoy de conmoverme: “¡Vivid en la alegría! Ninguna dificultad, ninguna debilidad puede ser razón para abandonarse a la tristeza y a la desesperación. En cada ser humano debe prevalecer siempre la certeza de ser amado inmensamente”.
El Espíritu Santo tiene esta importantísima tarea en nuestra alma: convencernos de que somos hijos de Dios, de que podemos dirigirnos a él con toda confianza diciéndole: “¡Padre!”. San Juan Pablo II lo explicó así a los jóvenes: “Descubrir la presencia de Dios en la propia historia, no sentirse nunca huérfano sino hijo de un Padre del que uno puede fiarse totalmente: éste es el gran cambio que transforma el horizonte humano”.
Por eso, la efusión del Espíritu Santo produce a veces explosiones inexplicables de alegría. Les ocurrió a los apóstoles en Pentecostés, cuando vino sobre ellos el Espíritu: tal fue su alegría que algunos pensaron que estaban borrachos. No, no estaban borrachos; de pronto se sintieron como nunca inmensamente amados. Ese día se abrieron las compuertas del cielo y se derramó una alegría absolutamente nueva sobre la tierra: la humanidad ya no podría jamás sentirse huérfana.
Por el P. Alejandro Ortega Trillo, L.C. Artículo originalmente publicado por catholic.net