La Cuaresma está llegando a su fin.
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No siempre las cosas son como queremos. Hacemos planes. Y Dios se ríe al escucharlos. Tejemos sueños. Desgranamos alegrías.
Desciframos signos buscando lo que Dios quiere, queriendo hacer realidad sus deseos. Porque nos quiere, quiere nuestro bien, que seamos felices. Porque nos ha llamado a una vida plena y estamos en camino recorriendo etapas.
Entendemos que Dios quiere algo de nosotros, algo grande. A veces vemos destellos y se nos abren los ojos. Una luz que nos hace ver sus deseos.
El Papa Francisco, en oración, antes de ser presentado a la Iglesia como el nuevo Papa, experimentó la certeza, la luz de Dios: «En determinado momento se sintió invadido por una poderosa luz. Eso duró un momento pero a él le pareció mucho tiempo. Entonces la luz desapareció»[2].
Son momentos de luz, de claridad, que nos permiten caminar. Son espacios abiertos en los que descubrimos el querer de Dios.
Pero es verdad que luego la duda es compañera del camino. Esa duda que nos permite volver a mirar a lo alto buscando luz.
Decía Rafael Nadal: «Toda mi carrera he tenido dudas. La gente que no las tiene es arrogante. Dudar es realismo, es vivir con la realidad. La duda es parte de la vida. Yo no veo que las cosas sean tan claras».
Es cierto. Hay dudas en cada paso del camino. Pero las dudas no nos impiden vivir con paz y esperanza. Cuando hemos visto con claridad hacia dónde va nuestro camino, esa verdad ya nunca nos deja.
Escribía Eloy Sánchez Rosillo: «Tu error está en creer que la luz se termina. Al cabo de los años he llegado a saber que en la naturaleza del milagro se funden lo fugaz y lo perenne. Tras su apariencia efímera, el relámpago sigue viviendo en quien lo vio. Porque su luz transforma y ya no eres el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos, de que en el fondo oscuro de tu ser, fulgurase. No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya. Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre».
¡Cuántas personas se desilusionan al pensar que ya no están en el camino correcto! Ya no hay pasión, entusiasmo, ha desparecido la luz y dudan. Se olvidan de algo fundamental, la duda nos acompañará siempre en el camino.
Pero no es una duda que nos hace pensar que Dios nos ha olvidado. Es nuestra limitación la que nos hace dudar. Somos pequeños y dudamos de nuestras fuerzas. No lo podemos todo. Por eso nos atamos a la luz de Dios, a su verdad, para ser plenamente hombres.
Con dudas nos acercamos a Él. Los destellos de luz que percibimos en ocasiones los guardamos como un tesoro en la memoria del alma. De allí lo sacamos para iluminar nuevos pasos.
Por eso vivimos tranquilos, confiados, porque Dios no nos olvida, camina a nuestro lado, nos sostiene. Por eso las dudas no nos entristecen, al contrario, nos animan a buscar más, a luchar más.