Hoy corremos el riesgo de no solo ser respetuosos sino también condescendientes con lo malo“Vosotros sois la sal de la tierra…vosotros sois la luz del mundo…pero si la sal se vuelve sosa no sirve sino para tirarla fuera y que la pise la gente” ( Mt. 5,13-14). Esta es una de las verdades contenidas en el evangelio acerca de lo que Jesús piensa y quiere de nosotros. Lo que tal vez hemos olvidado es que la sal, almacenada, pierde sus propiedades y no sirve después para uso gastronómico y la luz que irradiamos, que no es nuestra sino suya, tiende a volverse tenue o apagarse cuando no la alimentamos permanentemente con el combustible que corresponde. No podemos olvidar que nuestra luz no proviene del mundo, que mediante la fama otorga al hombre un brillo incandescente que el mismo mundo se encarga de apagar, sino que del mismo modo que la luna refleja la luz del sol los cristianos reflejamos la luz de Cristo.
¿Pero qué ha sucedido para que esta luz y este sabor de la sal hayan sido ignorados por el mundo no creyente? Tal vez una de las cosas que debemos descubrir es que, en un afán esnobista por amoldarnos a los tiempos modernos y no quedarnos en el pasado, hemos contemporizado con los criterios mundanos y de este modo desvirtuado el valor del evangelio. No siempre podemos decir que todos los que nos dedicamos a la enseñanza de la Palabra de Dios hemos alcanzado la coherencia propia de quien es verdadero testigo del Señor resucitado.
Es mucho más cómodo vivir la fe desde la periferia de la piel, desde la emoción y desde la invocación de las promesas de bendiciones por parte de Dios, sin que ello tenga nada que ver con nuestra respuesta personal y el compromiso humano. Pero no resulta tan cómodo percatarnos que el evangelio sigue aun sin estrenar en muchas de nuestras comunidades. Contemporizar, caer en el relativismo, pensar que todo es igual, que lo importante es ser simplemente “buena gente” es suficiente para mostrar el rostro de Jesús es lo que ha degradado el testimonio que estamos llamados a dar.
Tenemos una Iglesia lo suficientemente numerosa como para decir que somos mayoría monoteísta en el mundo, pero junto a eso somos también demasiado incoherentes: somos muchas veces violentos, decimos que amamos al Señor pero que él no tiene idea de lo que pide cuando dice que ante la violencia hay que poner la otra mejilla o aquello de perdonar al que nos ha hecho daño u orar por quien nos persigue. Es ahí donde mostramos que no siempre lo que decimos de Jesús es lo que vivimos de él.
Es inconcebible tener “creyentes” que se confiesan reencarnacionistas, abortistas (defendiendo el falso argumento del derecho sobre el cuerpo o la peligrosa misericordia con el embrión que viene enfermo), indiferentes ante las realidades políticas y económicas del mundo sólo porque no le afectan en carne propia, porque la guerra no ha tocado la puerta de su casa y dejando en manos de pocos las decisiones más cruciales que comprometen a todos.
Nuestra ética ha ido poco a poco diluyéndose en una ética utilitarista y relativista donde las cosas son buenas si son útiles o lo son por consenso democrático. Creyentes que desobedecen el Magisterio de la Iglesia por la difundida idea de que ella no quiere ovejas en un rebaño sino borregos para esquilar; esos que nada esperan de esta vida y nada hacen por ella sólo porque la otra es una “recompensa” para todos los que sufran con paciencia. Estamos permanentemente tentados a plegarnos al parecer del mundo, a aceptar absolutamente todo lo que quiere sólo por aquello del respeto a las diferencias y cero tolerancia a la intolerancia. Hoy corremos el riesgo de no solo ser respetuosos sino también condescendientes con lo malo (creyendo que eso es la misericordia); de llamar bien al mal y mal al bien, de construir la base de la vida sobre la suerte y no sobre la bendición, de la ilusión y no de la esperanza, de la evidencia científica y no desde la fe, de la simple filantropía y no desde la caridad, desde el individualismo y no desde la vida en común, desde la opinión y no desde la verdad; en fin, hoy parece que el mundo nos moldea a su antojo y el mal va ganando la batalla. Es como si temiéramos irradiar nuestra luz porque la modernidad exige que cada quien siga la luciérnaga que más le convenga y que evangelizar es una atentado al otro, a su intimidad y misterio personal.
Para vencer al mundo es necesario ser de Cristo y no sólo Cristo de nosotros; vivir acorde a la verdad que él proclama y no de la opinión y parecer de la multitud; entender que las enseñanzas del Maestro siguen siendo vigentes porque el corazón humano sigue siendo exactamente igual al del hombre del Paraíso; que el mundo se moderniza pero el hombre sigue siendo creatura de Dios; que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” y por eso su palabra tampoco tiene modificación alguna; que nada podemos hacer separados de él; que sólo permaneceremos en pie si estamos unidos, es decir, si vivimos la fe en comunidad y no sólo como asistentes ocasionales a la Eucaristía; que nuestra luz no es eterna si no se alimenta permanentemente del combustible que es la vida sacramental. En fin, que para ser cristianos no basta estar bautizados sino ser coherentes con las enseñanzas de quien ha confiado en nosotros.