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Es posible mejorar… si sabes cómo y te esfuerzas

niño africano feliz

© Liv Unni Sødem

Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/06/14

La misericordia de Dios es más fuerte que nuestra memoria, que los gritos de los que nos acusan

Sería importante aceptar y comprender que la vida no siempre consiste en hacerlo todo bien, tal como soñamos. No es fácil asumir que somos responsables de nuestros actos, cuando esos actos no son perfectos y nos duelen, o afectan a otros, o ensucian el pasado. Pecados, errores, caídas. Poco importa. Nos pesa mucho el pasado.

La verdad de nuestra historia nos duele. En ocasiones pretendemos ignorarlo, como si no hubiera ocurrido. No podemos vivir de espaldas a la realidad, escondiendo siempre nuestro pasado. La vida es lo que es, lo que ha sido. Somos historia pasada e historia por hacer.

Tenemos muchos límites, conocemos muy bien nuestras caídas y errores. Vivir lo que no es nuestro no es verdadero. Es vivir una mentira. Y las mentiras nos encogen, nos duelen, nos atan.

La honestidad en todo lo que hacemos es lo que nos permite ser felices, libres, fieles a nosotros mismos. Asumiendo las consecuencias de nuestros actos. Aunque pequemos y caigamos, luego podemos arrepentirnos y volver a empezar. Damos la cara. Asumimos nuestra culpa.

Pero sabiendo que siempre es posible iniciar un nuevo camino. Hay una segunda oportunidad en el corazón de Dios. Su misericordia es más grande, más fuerte, que nuestra memoria, que los gritos de los que nos acusan. Aunque no siempre nos salga todo bien podemos seguir luchando, porque la vida merece la pena.

Le decía Toni Nadal a su sobrino desde niño cada vez que fallaba: «¿Por qué has fallado?» Y Rafael Nadal hacía de esta reflexión un camino de vida: «Y tantas veces que te preguntan, te obliga a pensar el motivo del fallo. Esta reflexión continua es lo que te hace autocorregirte».

La verdad es que fallamos muchas veces. Pero no nos quedamos pegados en los errores sin poder avanzar. Sabemos que no nos gusta equivocarnos. A veces pasamos página sin preguntarnos por la causa.

Queremos acertar, dar en el blanco, colocar la pelota donde queremos, encontrar la frase adecuada, comportarnos con dignidad, amar sin confundir los papeles, tratar a cada uno desde su verdad, ser sencillos, humildes, auténticos, libres.

No siempre es así. Fallamos. Pero el peligro es fallar y no preguntarnos por qué hemos fallado. No rectificar. No luchar por subir más alto aprendiendo de nuestros errores y caídas.

En la vida aprendemos, vamos caminando, nos esforzarnos. Nadie nace sabiendo. Ejercitar la voluntad es aceptar la realidad y luego esforzarnos por ser mejores cada día. Más humanos, más de Dios. Más niños, más dóciles. Más veraces, más fieles. Más auténticos, más misericordiosos. Más humildes, más sencillos. Más conscientes de nuestros límites, más convencidos de lo que podemos alcanzar.

Nada se logra sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin renuncia, sin trabajo. El talento es un don, pero, si no hay esfuerzo detrás, no basta para crecer. Añadía Rafael Nadal: «Lo que significa ganar para mí es igual a esfuerzo, trabajo y superación. Cuando las cosas no salen, pienso que tengo que trabajar para cambiarlo y debo aceptar que las cosas no van bien. Entender lo que me digan aunque no me guste. Y saber lo que tengo que hacer para superar la situación. Y sufrir para superarlo».

Sufrir, luchar, aceptando la vida como es, la realidad, los fallos, los errores. Aceptar que hay que cambiar cosas, sin miedo al cambio. Y comprender que puedo ser mejor de lo que ahora soy. Que no puedo conformarme lamentando mi mala suerte.

Por eso aceptar la verdad nos duele en ocasiones. Pensamos que nos cierra puertas y nos hace perder la imagen construida. Nos asusta nuestra verdad, descubrir cómo somos y pensar que nadie puede querernos si nos conoce de verdad.

Pero no es así. Los que nos aman serán capaces de amarnos en nuestra verdad. Aceptar la verdad, nuestra originalidad, quiénes somos en lo más hondo, es lo que de verdad nos sana y nos salva. 

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