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Fiesta, polémicas y miedos ante el comienzo del Mundial

Niño y bandera de Brasil

© Javã Társis / Flickr / CC

Avvenire - publicado el 11/06/14

Brasil está a unas pocas horas del inicio de su segundo Mundial y parece dormitar

Disculpen, pero ¿es aquí la fiesta? Y entonces, ¿dónde está el pueblo alegre de la samba y el carnaval, aquel poético y melodioso de la bossa nova? ¿Y la antorcha encendida de la selección pentacampeona? Se escondieron todos…
De huelga o, peor aún, están escondidos en sus “trinche-favelas”, listos para saltar a pie de guerra.

Brasil está a unas pocas horas del inicio de su segundo Mundial –después de aquel dramático Maracanazo de 1950– y parece dormitar, con ojos abiertos. Temeroso.

En San Paulo amenazan grandes manifestaciones “No a la Copa” para el jueves 12 de junio, día de la inauguración de Brasil contra Croacia, en el estadio Itareguao. Calma plana como el mar en Río de Janeiro.

Bajo el cielo de Copacabana hay pocas banderas verde-oro expuestas en los balcones. Desde Botafogo a Ipanema, no se oyen los coros de alegría de los aficionados y todavía menos se ven las pancartas que elogian ese sueño llamado “sexto título”.

¿Es pronto? “Esperemos al menos que lleguen a Río esos 500.000 turistas aficionados que se anunciaron…”, dice preocupado Marius, dueño de uno de los restaurantes más concurridos de la Avenida Atlántica.

Asistimos a una lenta evolución. Pero es congénito lo que el dramaturgo carioca Nelson Rodrigues identifica como el “complejo de los Vira Litas” o de los perros descarriados que revuelven latas por la calle.

El brasileño es un poco así, intenta soñar en grande y luchar, pero luego puntualmente se rinde a su fragilidad de “ex último de la tierra” y se encuentra casi siempre aplastado por la escasa actitud a creer en sí mismo, es decir, incapaz de hacer “equipo”.

Y el fútbol, como lo llaman aquí, según el gran alma de la democracia corinthiana, el talón revolucionario Socrates Brasileiro Sampaio, es el espejo fiel del país: “El fútbol brasileño, dentro y fuera del campo dice mucho de quiénes somos, nuestros valores, las dinámicas sociales y las relaciones de poder. Es una lección práctica de qué es Brasil”.

El brasileño ama como ningún otro este balón que le ha dado, un poco como a todos, un inglés, Charles Miller, pero es consciente que con sus artistas del fútbol bailado –constatado aún en los campos improvisados en las calles y playas– ha recompensado al mundo con el fútbol romántico, de poesía.

Este “don divino” ahora ha asumido un costo infernal, insostenible para los míseros bolsillos del pueblo que, bajo la presidencia de Lula, ha visto 20 millones de personas salir de la pobreza.

Son ellos los primeros, los ex absortos ahora salvados, que temen que transcurrido este mes de embriaguez de Mundial puedan pagarla muy caro y a la “terrible” larga.

Dos números están en la piel del ciudadano: los 13 mil millones y medio de dólares –que según los economistas serán ulteriormente 16, por lo tanto más de los 5 mil millones presupuestados– invertidos para organizar en su casa la Copa del Mundo, y los más de 200 millones gastados para cada uno de los 8 nuevos estadios, sobre las doce obras de las respectivas ciudades sedes mundiales. Estadios entregados con retraso, resbalones físicos para una revisión de este tipo.

La verdadera plaga son los desperdicios absurdos para las infraestructuras (carreteras, aeropuertos); muchas quedaron en proyecto y en un “gigantismo olímpico” contagioso.

Que nadie olvide que Río en 2016 será también la sede de los Juegos Olímpicos y el precio para la modernización del nuevo Maracaná y de la línea 4 del metro que llevará al interior del estadio ha abierto un agujero a la Tesorería de 500 millones de euros.

Dinero que con la misma promesa de mercader, el gobierno se había comprometido a no hacer recaer sobre el gasto público. No será así.


Pero es el final de una película ya vista que se graba con precisión quirúrgica cada cuatro años, y sólo para los Mundiales o para las Olimpiadas. Por eso en Sudáfrica en 2010 los sobrecargos fomentaron la revuelta, inmediatamente apagada por la policía, y antes de los Juegos de Londres 2012, los chóferes de autobús se cruzaron de brazos.

En San Paulo durante la Copa Confederaciones de 2013, un levantamiento por el precio de los boletos de los medios de transporte provocó una ola de protestas, con más de un millón de brasileños en la Plaza.

La chispa fue en Porto Alegre y provocó inmediatamente a San Paulo, Belo Horizonte, Fortaleza, Manaus y naturalmente a Río. Todos al unísono de "FIFA vete a casa. Nao Vai ter Copa”.

El frente antimundial ahora está encabezado por las franjas más exasperadas del extremo medio y del que queda en el primer puesto, al menos en orden alfabético, de los “BRICS” (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la poderosa sigla de las potencias económicas en ascenso.

Una economía, la brasileña, en la que a pesar de los 825 mil millones de reales (alrededor de 275 mil millones de euros) invertidos en la sanidad y la educación, no se ven los efectos y lleva a los profesores de escuela a denunciar vacíos administrativos y discriminatorias e intolerables “cuotas universitarias para los estudiantes negros”.

En Río los profesores se han manifestado civilmente, pero la Bope, la policía militar, los ha maltratado como si fueran hooligans de estadio (de hecho, en las protestas se infiltran verdaderos ultra) o temibles Black-bloc que, con sus violencias llamativas y gratuitas, arruinan las campañas socialmente útiles –por el respeto de los derechos civiles y contra la vida– llevadas a cabo por el Movimiento Trabalhadores e sem teto (trabajadores y sin techo).

Bajando por la plaza para el fútbol están los activistas del Frente Nacional dos Torcedores, que piden “un fútbol más humano y menos elitista que el que han creado los “dictadores de la FIFA”.

Todos los mensajes son controlados y reprimidos por el ejército, desplegado por la presidente Dilma Rousseff con 180.000 militares camuflados como control de disturbios.

Los slogans y las batallas políticas, a la gran oreja de las miles de favelas de Río –con parábolas que apuntan al Mundial minuto a minuto– entran y salen con la rapidez de una finta de Neymar.

En el Complexo do Marè, la última favela reclamada por el “proceso de pacificación” (Upp) con sus 130.000 habitantes, aunque el sistema de alcantarillado es aún inexistente y ni siquiera un real ha llegado a mejorar las condiciones de subsistencia, están sólo esperando una señal: el puntapié inicial de Brasil 2014.

Incluso para los 200.000 desocupados para dar espacio en los estadios de la Copa, el espectáculo debe absolutamente comenzar y muchos piensan como la vieja favela, la señora Mina: “Entre los Bope –la policía militar que quiere limpiar Marè- y los narcos, yo me siento más tranquila con estos últimos… porque los policías asesinan sin mirarte a la cara”.

Y eso es lo que le ocurrió el 22 de abril en la favela de Pavao-Pavozinho, al bailarín Douglas Rafael da Silva, masacrado sólo por estar ahí, en uno de los innumerables asentamientos abusivos de las más de mil favelas de Río.

Mil, como las caras de un país siempre en el balón y que el dottorao Socrates, antes de irse para siempre, había diagnosticado (7 años antes, escribiendo columnas del Folha de Sao Paulo): “Nos parece improbable que el Mundial de Fútbol pueda traer las transformaciones en la realidad social de nuestro país, que es lo que a nosotros (que soñamos un Brasil más justo y más humano) nos interesa”.

Artículo publicado originalmente por Avvenire

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