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¿El amor verdadero es «de verdad»?

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Juan Ávila Estrada - publicado el 10/06/14

Debe existir el amor, no es posible que deseemos tanto algo que en últimas no exista

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Me han preguntado infinidad de veces si creo en la felicidad, pero a quien me ha preguntado  esto le indago si cree en el amor. Es que la felicidad y el  amor  están íntimamente relacionados: no puede haber la una sin lo otro. Debe existir la felicidad, luego debe existir el amor, no es posible que deseemos tanto algo que en últimas no exista, nuestro deseo sería vano y la frustración nuestra meta última. Entonces sí, creo en la felicidad, creo en el amor, pero sólo en el momento en que logré desprenderme de los conceptos mundanos de felicidad lo pude entender.

Pero en el hoy no solo creo que ella es posible sino que la he encontrado, he sido un hombre feliz aún con carencias; soy feliz sin tener todo lo que deseo, pero todo lo que soy me hace un hombre feliz. Es que aprendí que la felicidad nada tiene que ver con mis estados de ánimo, que no dependen de estar alegre o en compañía de multitudes, que ella no está amarada a la no carencia de lo que anhela el corazón, que no está esclavizada a los efímeros deseos del placer o del tener.

He descubierto que la felicidad tiene un nombre, es una persona, es un hombre. Sí, un hombre, el más maravilloso de todos los hombres que ha pisado alguna vez la tierra y que hoy no está, pero está, sigue dando lo que nunca ha estado dispuesto a quitar ni condicionar a nada, ese nombre es el dulce nombre de Jesús a quien he descubierto como el Cristo de Dios.

He experimentado que esa felicidad no es siquiera una sucesión interminable de alegrías, cosa que no es posible jamás en la vida pues ella nos enseña también a través del dolor y de las tristezas que este deja. Aprendí que la felicidad es el amor y que el amor es Dios pues su esencia es esa, aquello que le constituye, que le hace ser lo que es, y que no puede en modo alguno desdecirse a sí mismo rectificando en el mundo lo que un día le movió a crearlo para hacerlo partícipe de eso que lo hace ser lo que es.

Lo que sucede es que tal vez los años y la experiencia  han tenido la pedagogía paciente de mostrarme que no puedo llamar amor o felicidad a cualquier cosa. Ella no está asemejada a los estados fisiológicos de ansiedad expectante, “mariposas en el estómago”, sudoración.

Sólo creo en el amor para siempre, aquel que no quita y pone, que no reemplaza a nadie por ninguno, que no se retracta, que es capaz de sobreponerse al dolor, que cree contra toda esperanza, que se dona gratuitamente, que no muere sino que muchos dejan morir, que no se queda en la epidermis sino que cala hasta el tuétano, que no tiene como finalidad el sexo sino que éste es solo una pequeña posibilidad, que no se alimenta con un combustible de rápido consumo como es la pasión sino con uno de lenta combustión como es la paciente entrega. Ese es el amor que he aprendido de un hombre que me amó hasta entregarse por mí.

¿Que si creo en el amor? Por eso soy cura, un cura pecador pero amado por el amor más perfecto del universo desde su aparición sobre la nada. A ese amor persona he querido servir todos los días de mi vida desde que le conocí. No sirvo sólo al Creador de todo sino que sirvo al Redentor por amor, al hecho Hombre por amor, al hecho dolor por amor, al hecho Niño por amor, al hecho Pan por amor, al hecho perdón por amor. Creo en el amor, ¡¡¡claro que sí!!! Y lo grito, estoy dispuesto a gritarlo hasta los confines de la tierra, hasta desgañitarme por amor a quien me amó y se entregó por mí, a quien me amó primero.

Fuera de él, todo lo demás es una caricatura del amor, a lo sumo un arañazo del amor humano que mientras más intentamos llenar con él la vida más vacía queda. Y es que, por otro lado, pesan demasiado las cosas, los objetos, para creer que de ellos dependen ser feliz o poseer el amor. El amor es mucho más liviano porque el yugo del amor de Jesús  así lo es: “Venid a mí…, que mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt. 11,25 ss.).

Del mismo modo que el río no descansa hasta hacer su viaje al mar y descansar en él, no puede descansar el alma humana hasta que haga su viaje en Dios. No  se puede pretender vivir la experiencia del amor como si fuéramos un lago, un estanque, un pozo; ese estancamiento, el creer que somos fuente de nosotros mismos o que los demás encontrarán en nosotros la saciedad a su propia sed sólo hará de nuestras vidas marismas o agua de océano que mientras más se bebe, más sed se tiene.

Hoy soy testigo del amor de Jesús, el Santo de Dios, aquel que me ha dicho: “FELICES los pobres en el espíritu, porque de ellos es la felicidad del Reino” (Mt. 5,1). 

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