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¿Quién nos renovará?

Pope comes to spark ‘flame of fraternal love’ in Rio – es

UN Photo/Isaac Billy

Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/06/14

Podemos alejarnos de esa Iglesia a la que amamos cuando vemos su pecado, pero el Espíritu Santo la ha guiado durante siglos y lo seguirá haciendo

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El Espíritu empuja la Iglesia, su misión, y empuja a cada uno en su misión particular. A cada uno el Espíritu le recordará las palabras que Jesús le dijo.

El Espíritu de Dios se adapta a cada hombre. Llena el alma de cada uno en función de su anhelo, de su nombre, de su historia. Es una llama que ilumina, a veces muy poco, sólo un paso. Después de ese paso iluminará otro. Una luz personal.

Dios no es rígido. Dios viene a mí. Siempre viene. Se adapta a mi alma, a mi historia, a mi anhelo, a mi sed particular, a mi miedo, a mi oscuridad, a mi grito.

Nunca se va Dios de nuestra vida. Siempre llega de nuevo, entra, pasa, llega a mi vida y a lo hondo de mi corazón. Lo cambia todo. El Espíritu llega a todos y se posa en cada uno. Llena toda la casa con su ruido y con su viento. Pero luego se detiene en cada corazón.

Así fue Jesús en la tierra, amó a todos, amó sin medida, pero con cada uno tenía una palabra y un relación diferente, una intimidad especial, una complicidad.

Mi lugar, ese jardín interior de mi alma, ese espacio que comparto con pocos, porque es lo más propio de mi vida. Ahí es donde hoy me quiero retirar para encontrarme con Dios en silencio.

Ahí es donde hoy Dios quiere llegar, y toca a la puerta de mi alma. Mi intimidad, el mar profundo, el pozo hondo. El anhelo infinito. Allí me habla y llama.

Siempre me conforta pensar que la Iglesia es conducida por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nunca abdica, no renuncia, no abandona el timón de nuestra barca. Esa confianza nos da paz.

Somos santos y pecadores. Somos capaces de lo más grande y de lo peor casi sin darnos cuenta. Tocamos las cumbres más altas y bajamos a los más profundos infiernos. Nos caemos torpemente. Nos levantamos con agilidad felina. Siempre me sorprende.

La Iglesia tiene mártires y fraudes. Escándalos y milagros. Almas puras forjadas en el desinterés y la entrega y otras deseosas de obtener ganancia a costa de quien sea. Siempre ha sido así. Siempre será así.

A veces duele el alma al ver incoherencias, al sentir el pecado, al tocar la propia debilidad. Sí, duele el corazón al ver que no somos capaces de subir a las cumbres más altas. Nos entristecemos y podemos llegar a desconfiar del poder de Dios.

Podemos alejarnos de esa Iglesia a la que amamos cuando vemos su pecado. Pero no hay que temer. El Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia durante siglos y lo seguirá haciendo.

No hay nada más triste que una Iglesia no renovada. Siempre estamos en camino. No somos una Iglesia en reposo, estática, detenida, inamovible. Vamos caminando.

El Espíritu viene una y otra vez para renovar nuestro espíritu, para que no nos acomodemos. Renueva el corazón de los creyentes y nos devuelve la pasión por la vida, por el hombre, por la misión.

Hemos sido enviados a cambiar el mundo y la misión supera nuestras fuerzas. Por eso, como los discípulos en el Cenáculo, imploramos los dones del Espíritu. El Espíritu Santo se manifiesta en el silencio, actúa cuando abrimos el corazón: «El Espíritu Santo siempre habla bajito, en tranquilidad, nunca apurado o en la agitación».

Su presencia renueva la faz de la tierra, de la Iglesia. No nos quedamos quietos. Imploramos, suplicamos, nos arrodillamos. Queremos salir a anunciar su amor. Lo hacemos como los niños, con un corazón abierto, sencillo y pobre.

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