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Así perdoné a mi esposo maltratador

violencia de género

© Macnolete

Portaluz - publicado el 09/06/14

En una misa inició el camino a la libertad y el perdón, el camino del sufrimiento a la paz

María Loreto Parra es una testigo del poder amoroso, liberador, de Dios Padre. Ni los golpes, ni la tortura psicológica, ni sus propias prisiones interiores pudieron impedir que ella fuere rescatada para una vida digna.

En el interior de una casa, alrededor de una chimenea, una niña baila. Afuera, todo es gélido y el viento arrecia… el tiempo como suspendido en la íntima vida de familia, transcurre la vida de la pequeña María Loreto Parra en Punta Arenas, ciudad austral de Chile.

Sus padres, Lidia y Caupolicán, habían emigrado a este confín del mundo desde Santiago, buscando un mejor futuro para sus cuatro hijos.

De aquellos días de infancia dice recordar la cercanía e intensa vida familiar que procuraban brindarles sus progenitores, “tal vez un poco aprehensivos” confidencia, al iniciar su relato al periódico Portaluz.

Pero también tiene grabada en la memoria aquellas diferencias sobre el sentido profundo de la vida que generaban roces de vez en cuando entre sus padres.

“Mi madre participaba en la Acción Católica, era cursillista, catequista y siempre discutían por los temas de Iglesia con mi padre -recuerda-. Él, era una persona muy culta y creía en un concepto de Dios «más universal»”.

Pero madre y padre coincidían en brindar a sus hijos una educación de calidad y por ello, dice, la matricularon en un colegio católico que “marcó en mi alma una identidad religiosa forzada…

Me sentía creyente, consagrada a la Virgen María, los sacramentos. Hice la primera comunión, mi confirmación y todo como debe ser. De hecho, mi mamá fue mi propia catequista, pero sentía todo el rigor de una religión un poco «inyectada», un poco obligada”.

La libertad no estaba fuera de ella

El pensamiento liberal del padre la identificaba y así fue que ingresó a estudiar Filosofía y Literatura en la Universidad Austral de Valdivia, ciudad distante a más de mil kilómetros del hogar familiar.

Sola anhelaba vivir nuevas experiencias que sustentaran sus ilusiones por descubrirse a sí misma, pero la nostalgia y sus propios temores para enfrentar este nuevo mundo la hicieron regresar al refugio paterno en Punta Arenas tres años después.

Fue entonces que formalizó su relación con Iván…  “Él era de Magallanes, la misma región donde estaba mi hogar familiar. Ambos teníamos 21 años. Estuvimos un año saliendo y luego nos casamos, a escondidas, solamente por el civil. Estaba enamorada y lo hice así porque sentía un “yugo” muy fuerte en la relación con mis padres. Al mes se lo contamos… y aunque les dolió, no hubo graves reprimendas”.

Se detiene en su narración María Loreto y como descubriendo hoy, sobre la marcha del relato, sus propias motivaciones de aquellos años, agrega: “Antes no lo analizaba de esta manera, pero ahora me doy cuenta: Quería tener mi «espacio»”.

Corriendo peligro su vida…

Pero la unión en la que se había aventurado traería experiencias que jamás habría querido para su vida…

“Me mudé a vivir con el que era mi esposo a la ciudad de Santiago donde él ya finalizaba sus estudios. Era brillante y pronto empezaron los conflictos por sus celos. Si bien en el pololeo había notado algunas actitudes disonantes, no había nada explícito que me hubiera advertido lo que viviría”.

Primero sorprendida por este nuevo rostro de su esposo y el derrumbe de las ilusiones que a esta nueva vida había otorgado, luego atrapada entre el miedo y la vergüenza comenzó a disolverse su propia dignidad en aquel caos y abuso…

“Sistemáticamente oscilaba de las agresiones verbales a la violencia física. Recibía golpes por cosas que llegaban a ser absurdas. Esclavo de sus celos, se molestaba por todo. Si nos subíamos a un medio de transporte público y casualmente me sentaba al lado de otro hombre, me acusaba de que lo miraba. Después me golpeaba al llegar a casa, me torcía los brazos, me daba bofetadas”.

Como en una historia macabra, la espiral de violencia, la realidad enferma y de maldad que ejercía el esposo de María Loreto sobre ella, se aproximaban a un desenlace fatal…

“Me pegaba con toallas y eran unos golpes pensados. Él estudiaba Kung Fu, por eso vivía amenazada y empecé a caer en un miedo constante. Siempre pensaba que él podía cambiar y me hacía sentir como si yo le mentía, que no era clara. Me prohibía salir a comprar sola, no tenía amigas y para qué decir de tener amigos”.

Escapando de la tortura inicia la depresión

Recién pasado dos años abrió su verdad de víctima de violencia a sus padres, pero ella aún se aferró por un año más a la ilusión de que Iván casi por un milagro cambiaría… y continuó exponiendo su vida.

Finalmente con veintitrés años se separó y regresó a casa de sus padres. La depresión la atrapó.

“Pensaba que Dios se había olvidado de mí, que se había enojado conmigo, que no me quería, y a veces le pedía que tuviera misericordia, pero, sencillamente en algún momento pensé que tenía que irme de este mundo”.

Pero aunque avanzaba el calendario pesadamente, con su humanidad a rastras, no se daba por vencida. Regresó a Santiago, comenzó a trabajar y si bien en los tiempos libres deambulaba como hipnotizada en su tristeza por las calles, encerrada en sí misma, esa misma derrota elevó la potente súplica de quien ha vivido un auténtico calvario.

“Me molestaba todo, hasta mi propio dolor. ¡Tenía que escapar de esto! Y fue entonces que comencé a orar desgarrada suplicando…  «¡Dios mío, tu eres el arquitecto de mi alma, eres el único que puede ayudarme!», le repetía”.

Del sufrimiento a la paz

La primera luz en el desierto llegó cuando al pasar frente a la vitrina de una librería sus ojos se posaron en el sugerente título de un libro: Del sufrimiento a la paz (escrito por una apóstol de la oración, el sacerdote Ignacio Larrañaga).

“Lo compré y fue como una tabla de salvación. Sentí que esas palabras, de alguna manera retrataban lo que estaba sintiendo. Dios me estaba hablando”.

Este refuerzo espiritual la sacó de su obsesiva tristeza y redibujó caminos de libertad que pensaba inexistentes. El siguiente paso lo dio al ser invitada por su madre a un encuentro de oración y alabanza.

Nada más entrar a ese encuentro de aquel grupo carismático el desahogo de mi cruz comenzó. Yo no pronunciaba palabra, sólo sentía que sus cantos y oraciones eran la caricia que necesitaba”.

La alegría de la resurrección

Continuó vinculada a esta comunidad y en un retiro para la Semana Santa de 1987 “se produjo algo tangible. Me inundó una alegría tal que sentí unos deseos incontrolables de reírme.

Agustín Sánchez el celebrante, hizo una pausa en la liturgia Eucarística de ese momento y dijo: “En estos momentos hay sanación, hay alegría, hay personas que están resucitando de la muerte”, y el padre se largó a reír con una carcajada que hasta hoy la tengo presente. También reí y lloré. Así volví a nacer…”

Tras 26 años de aquel suceso, María Loreto destaca la importancia de la vida sacramental para perdonar a Iván y sellar así su libertad espiritual.

Es una activa miembro de los Talleres de Oración y Vida inspirados en las enseñanzas del sacerdote Ignacio Larrañaga y conserva, dice, la “sanación” de su alma gracias a la Eucaristía.

“Dios me sanó de la depresión en una misa. La Eucaristía es alimento, sanación, pasar efectivamente con Cristo de la muerte a la resurrección”.

Artículopublicado originalmente por Portaluz 

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maltratomujerperdonvictimasviolencia contra la mujer
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