Pero tenemos que hacer silencio en nuestro interior para escucharlo
La frase con la que comienza el relato deja ver todo lo humano de ese día de Pentecostés: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar».
Nuestra parte es importante. Aunque sea sólo una frase. Estaban todos reunidos, todos juntos. Esta vez no faltaba ninguno. Tomás también estaba. Ahora necesitaban esperar y recordar juntos, implorar en comunidad. Se necesitaban los unos a los otros.
La fe de uno sostiene al otro. ¡Cuántas veces creo porque otro cree! ¡Cuántas veces otros creen sin ver porque se fían de mi fe! ¿Con quién nos reunimos junto a María anhelando el Espíritu de Dios? ¿En quién nos apoyamos cuando desfallece la fe?
María los reúne, los une. María está allí, oculta, pasa desapercibida, discreta, callada, firme, fiel, amando. Es el papel de la madre, la que une a los hijos, la que conserva el fuego del hogar. En un mismo lugar.
Comparten la ausencia igual que compartieron la presencia, y al estar juntos parece que los recuerdos están más vivos. Comparten el anhelo igual que compartieron un día junto a Él su mismo camino. Comparten el miedo y la esperanza como compartieron la alegría y la pesca, el asombro por los milagros.
Es el tiempo de construir la comunidad, ahora orante, ahora en catacumbas, ahora vacilante, pero unida. Unida por su historia con Jesús, unida por María, unida por esa misión que aún no conocen, por el amor que han recibido, por la necesidad de que Jesús vuelva y les muestre el camino ahora que se sienten tan perdidos.
¡Qué importante permanecer unidos!: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos hemos bebido de un solo Espíritu». 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13.
Diversidad de dones, diversidad de misiones, diversidad de funciones en nuestra Iglesia, en el mundo. Todos unidos en un mismo Espíritu, en un mismo amor.
Comienzan todos unidos en un mismo lugar, aquella sala en la que compartieron la última cena. Ese lugar que guarda tantos recuerdos, tantas palabras, tantos gestos. Allí recibieron a Jesús en su cuerpo y ahora lo recibirán en su Espíritu.
Dios siempre es fiel a nuestra historia. No se inventa cosas, construye sobre mi vida, mi tiempo, mi lugar, mi rincón, mi herida y mi sed concreta. Vuelve a los lugares comunes. Llega.
La última vez que se reunieron juntos los apóstoles fue allí, cuando Jesús aún estaba con ellos. Es un lugar que está lleno de su presencia, de sus recuerdos, de sus gestos de amor lavándoles los pies, partiéndose, derramándose.
Allí les dijo que eran sus amigos, allí oró por ellos al Padre, allí cenaron por última vez después de tantas veces, allí los amó hasta el extremo, allí les prometió que volvería, que nunca los dejaría solos.
Ese lugar era sagrado. Dios nos habla cuando volvemos a lugares donde fuimos amados, donde amamos, donde nos atamos a la vida, donde estuvimos cerca de Dios. Es el lugar del amor. María les recordaría sus palabras. Orarían junto a Ella. Confiarían a su lado. Su fe no desfallecía.
El Espíritu Santo hace todo nuevo. Renueva la tierra, renueva nuestras vidas. Pienso que el amor de Dios es creativo. Busca la forma de llegar a nosotros, cada día busca el camino de mi corazón, una y mil veces vuelve a por mí. Siempre viene a mí.
Vino en Jesús, vino en María. Vino a los apóstoles y se postró a sus pies. Vino a los santos a lo largo de siglos y se mostró en sus vidas. Se hizo pobre para poder entrar en sus corazones y cambiarlo todo.
Es así que se queda en la Eucaristía, en su palabra guardada en el alma. Es ese Dios que me promete su Espíritu que lo inundará todo. Es capaz de hacer de la ausencia motivo de espera y de su presencia razón para la fiesta.
En una noche de vida su ausencia se convertirá en presencia y el miedo de todos en fuerza y valentía: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería».
Dios llega y lo inunda todo. Sin avisar. Se rompe el silencio de Dios que tanto nos duele a veces en la vida. Lo oyen todos. Porque están orando. Porque están con María.
El ruido de Dios es a veces viento recio, a veces brisa suave. Pero tenemos que hacer silencio en nuestro interior para escucharlo. Ese ruido llenó toda la casa. Llenó los silencios de cada uno.
No con palabras, no es una voz que les dice lo que tienen que hacer. A lo mejor es lo que cada uno esperaba, que Jesús les diese instrucciones precisas. Algunos se asustarían.
Es un ruido que es presencia, que lo llena todo. Es un viento que los envuelve, que les recuerda que no les ha dejado solos. Aún no saben lo que está pasando. Probablemente necesitarán tiempo para darse cuenta de lo que sucedió ese día.
Es el viento que empuja la barca en el mar, el viento que da frescor cuando tenemos calor y estamos agotados, el viento que azota en la cara cuando caminamos y nos recuerda que estamos vivos, el viento que algunos días nos empuja y no sabemos por qué vamos más rápido.
Es el viento que aviva esa pequeña llama que a veces está algo ahogada en el alma por el dolor, por la ausencia, por la rutina y el vacío. Es el viento que todo lo hace nuevo, nace algo. Es también el fuego que se posa sobre cada uno.
El Espíritu llega al Cenáculo donde están todos. Es una experiencia de familia que les va a unir para siempre. Pero para cada uno tiene un don especial.
Se posa encima, como tantas veces se posaron las manos de Jesús acariciando la cabeza de cada uno, bendiciendo, sanando. Cada uno, en ese momento, sentiría en su corazón ese calor de Jesús.
Está con ellos, ya no se va a morir, no va a decir que asciende y se va al cielo. Esta vez es para siempre. Sus palabras de amor, de ánimo, su presencia que lo llena todo, les va a acompañar a cada uno hasta la muerte. Para cada uno tiene ese día una palabra, un carisma, un don.