La fe nos permite vislumbrar un mundo transformado por Dios, un mundo renovado, nuevo, lleno de luz y de vida, un mundo donde el amor triunfa y la verdad se impone
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Tal vez las cosas no sean siempre tal y como las vemos. Muchos miedos están en nuestra imaginación, pero a veces no son reales. Van creciendo en el corazón fruto de una fantasía exagerada.
A lo mejor somos exagerados, poco matizados. Vemos la botella medio vacía y pensamos que todo va a ir mal cuando algo no nos resulta. Confundimos la parte con el todo. Exageramos las pérdidas y los contratiempos. Damos menos valor a las pequeñas ganancias.
Nos da miedo que todo nos salga mal. Como si todos los planetas se alinearan de tal forma que no nos quedase otra cosa que hacerlo todo mal. Escribía Mario Benedetti: «No te rindas, por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se ponga y se calle el viento, aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños, porque cada día es un comienzo, porque esta es la hora y el mejor momento, porque no estás sola, porque yo te quiero».
Tal vez falla la confianza en nuestras propias fuerzas. Tal vez nos falta fe en la victoria final que Cristo ya ha logrado, fe en la vida plena que Dios nos ha prometido, fe en ese Dios que camina a nuestro lado y no nos deja, y nos quiere, aunque muchas veces no sintamos su presencia y no nos conforte su abrazo. Esa misma fe que nos permite creer en lo que no vemos y mirar más allá de la muralla que nos frena.
La fe nos permite vislumbrar un mundo transformado por Dios, un mundo renovado, nuevo, lleno de luz y de vida, un mundo donde el amor triunfa y la verdad se impone.
Pero a veces nos quedamos sólo en lo que vemos, en lo tangible, en lo que podemos controlar. Nos detenemos pesarosos ante las derrotas y los fracasos, ante las pérdidas. Nuestros miedos detienen nuestros pasos.
Nos gustaría tener esa fe en lo que escapa a nuestros planes. La fe se fundamenta en creer en aquello que no vemos, que no poseemos, que no tenemos. Va contra la lógica pensar que podemos lo imposible. Pero la fe nos permite confiar.
Decía el Padre José Kentenich: «La infancia espiritual consiste en arriesgar el máximo de amor basándose en un mínimo de conocimiento puramente natural. La infancia espiritual es sobre todo entrega y después cobijamiento»[1].
Sólo si somos como niños la vida comienza a ser diferente. El niño confía y arriesga, se fía y camina. No necesita grandes certezas para ponerse en camino. Tal vez cree que tiene poco que perder y por eso se la juega.
Es el paso de los años lo que ralentiza nuestro valor, lo que pulveriza el entusiasmo. Los niños no tienen mucho que perder, han vivido poco, casi no han echado raíces. Los adultos han acumulado muchos días, se han apegado a la vida y sus bienes, han invertido mucho tiempo y esperan el fruto. No quieren perder nada. Han dado su vida con entusiasmo, han dejado su alma a jirones por el camino.
Es tal vez por eso que los que somos adultos tememos perder lo ya conquistado. Tal vez por eso ya no arriesgamos tanto y pensamos que es mejor conservar lo que tenemos, ser más cautos. Guardamos, aseguramos, esperamos. Somos más conservadores. Pensamos más los pasos a dar. No creemos en lo que no vemos. No confiamos en lo que no es una certeza.
Vivir así es limitante. El corazón se aburguesa. Conozco personas que ya no quieren arriesgar más porque han apostado mucho. Han perdido y han ganado. Han sufrido y han reído. Tienen ya bastante. Conocen a suficientes personas y no necesitan conocer a nadie más, porque no dan abasto, porque no les interesa.
Ya han logrado lo que querían y sólo tienen que dejarlo en herencia. Ya no sueñan, ya no esperan nada. Y así pueden perder la paz. Se vuelven desconfiados.
Se cierran a la vida y a la gracia.
Como decía el Papa Francisco siendo arzobispo en Buenos Aires: «Acostumbrados a sospechar de todo, van desconociendo, poco a poco, la paz propia de la confianza en el Señor. La buena solución de los conflictos debe pasar, según su sentir, por el tamiz de su continuo control. Son continuamente agitados por la ansiedad, la cual es fruto combinado de la ira y de la pereza»[2].
Pero la vida no es sólo eso. Es mucho más. Siempre podemos hacer algo nuevo, transitar un nuevo camino, soñar un nuevo sueño. Podemos conocer nuevos corazones y sembrar ilusiones allí donde estemos.
Podemos alcanzar nuevas cumbres, aunque nos falten las fuerzas. Podemos esperar el infinito, aunque todo nos parezca temporal y todo lo que toquemos acabe desapareciendo. Podemos echar raíces más hondas que las que ya tenemos.
Podemos madurar, crecer, sanar, reír. Conocer a más personas, abrirnos a más corazones. Podemos dar más en esta vida. Amar más, sufrir más por los demás. Podemos renunciar con una sonrisa cuando sea necesario, sin miedo a seguir entregando. Sufrir sin perder la alegría, aunque duele el alma. Construir nuevas catedrales que parecían imposibles. Aunque sólo sepamos que estamos tallando piedras. Una vida así ensancha el corazón. Vale la pena.