Aunque admite la dimensión ética de la religión, trata la experiencia religiosa como una forma de psicosis
Acaba de aparecer en las páginas del The New York Times un intercambio de ideas muy instructivo entre Gary Gutting, profesor de filosofía de la Universidad de Notre Dame y Philip Kitcher, profesor de filosofía de la Universidad de Columbia.
Kitcher se describe como un defensor del “ateísmo soft”, lo que vendría a significar un ateísmo más suave que la versión polémica defendida por Richard Dawkins y Christopher Hitchens. Al contrario de estos colegas, Kitcher admite que la religión puede tener un papel éticamente útil en una sociedad predominantemente laica. Me gustaría enfatizar un particular aspecto de esta entrevista, que muestra, con notable claridad, uno de los malentendidos fundamentales sobre la religión, bastante común entre los ateos.
Kitcher declaró que considera toda la doctrina religiosa no creíble. Fue instado a dar una explicación de esa postura algo exagerada, él apunta a la pluralidad extraordinaria de doctrinas religiosas: cristianos, judíos, hindúes, musulmanes, animistas, etc., todos con visiones radicalmente diferentes sobre la realidad, lo divino, el propósito humano en la vida. Y, una vez que todas las religiones se cimientan fundamentalmente en el mismo terreno, el de una revelación presentada a nuestros ancestros muy distantes ya, no tiene ningún medio racional de ponderar esas diferencias.
El único motivo real de ser cristiano, diría él, es el hecho de haber nacido de padres cristianos que pasaron a las siguientes generaciones las historias clave del cristianismo. Si usted es judío, musulmán o hindú y tiene historias clave diferentes de las mías, no hay manera razonable de que pueda convencerlo ni usted de convencerme. Es su mito contra el mío. Esta es, obviamente, una variante de la visión iluminista: la religión positiva sería irracional y, por lo tanto, inevitablemente violenta, dependiendo solamente de la fuerza bruta la posibilidad de sustituir una religión por otra.
El problema fundamental es que Kitcher ignora por completo el papel decisivamente importante que la tradición religiosa desempeña en el desarrollo y en la ratificación de la doctrina. Es verdad que la religión se basa, por lo general, en eventos fundamentales, pero esas experiencias no son simplemente transmitidas en silencio de generación en generación.
Por el contrario, estas son tamizadas y probabas, en un proceso complejo de recepción y asimilación. Estas son comparadas con otras experiencias semejantes; son analizadas de forma racional; son colocadas en discusión y contrastadas con lo que sabemos del mundo por otras fuentes; son sometidas a investigación filosófica; sus capas de significado son descubiertas a través de charlas que se van desarrollando a lo largo de centenares y hasta miles de años; sus implicaciones éticas y de comportamiento son desmenuzadas y evaluadas constantemente.
Vamos a usar un ejemplo de la Biblia para ilustrar cómo ese proceso sucede. El libro del Génesis nos dice que el Patriarca Jacob, cierta noche, tuvo un sueño en que los ángeles subían y descendían por una gran escalera, enraizada en la tierra y que llega hasta al cielo. Al despertar, declaró que el lugar donde había dormido era sagrado y lo consagró con un altar. La tradición recibió esa historia y retiró de ella implicaciones que proponen cuestiones metafísicas y espirituales profundas: el ser finito y el Ser Infinito están íntimamente vinculados uno al otro; cada lugar es potencialmente un lugar de encuentro con el poder que sustenta el cosmos; tiene una jerarquía en la realidad creada y en su relación con Dios; adorar a Dios es alentador para los seres humanos, y así sucesivamente.
Estas conclusiones derivan del proceso de “tamizado” al que me refería y proveen la base para algo que Kitcher y sus colegas piensan que es inadmisible: la posibilidad de argumentación concreta sobre la religiosidad. No es mera cuestión de contraponer historias antiguas unas a las otras; es una cuestión de analizar, definir y comparar ese legado con la experiencia. Y cuando esto ocurre entre interlocutores de diferentes tradiciones religiosas, desde que sean personas de inteligencia y buena voluntad, se pueden conseguir grandes progresos. Los interlocutores de esa charla pueden descubrir un número notable de verdades en común, puntos de contacto entre doctrinas que parecían en desacuerdo total, más allá de enseñanzas que son, de hecho, mutuamente excluyentes. Lo mismo decir respecto a los puntos de discordia, sin embargo, aún pueden ser propuestos, por ambos lados, muchos argumentos auténticos.
Lo que me incomoda en la propuesta de Kitcher es que él relega todas las religiones al ámbito de lo simplemente irracional. Es interesante notar que, varias veces, en el transcurrir de la entrevista, él compara la experiencia religiosa con las experiencias de personas que sufren de psicosis. Esto indica el peligro real de una visión de este tipo: una sociedad dominada por un ateísmo “leve” como el de Kitcher puede tolerar a las personas religiosas durante cierto tiempo, pero seguirá, en algún momento, marginándolas hasta proponer internarlas por enfermedad mental. Si usted piensa que esta última sugerencia es paranoica, repase la política de la Unión Soviética en relación a aquellos que no concordaban con la ideología impuesta.
A mediados del siglo XIX, John Henry Newman luchó tenazmente para defender la racionalidad de las reivindicaciones religiosas. La entrevista de Kitcher, bien como los voluminosos escritos de sus aliados intelectuales, me hace pensar que la misma batalla necesita ser luchada también hoy.