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Lo que se despierta tras un adiós

Adiós despedida

© Andrés Nieto Porras / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/05/14

De repente, una misma palabra oída mil veces, nos impresiona y se hace vida, y nos cambia, y vibramos

A veces no vemos nada, es verdad, sólo guardamos y ya llegará el momento en que encajarán las cosas y me daré cuenta de cómo ese paso fue importante en mi camino. ¡Cuántas veces no vemos nada más que el hoy!

Eso les pasaba a los apóstoles aquella noche de la despedida, que sólo veían que Jesús se iba y su dolor y su miedo a perderlo. Jesús les habla. Les pide que guarden, les pide que esperen, que confíen, que aguarden su Espíritu, que crean. Ellos no lo comprenden, pero cada uno guardará esa noche en el corazón sus palabras. Las guardará sin entender demasiado. Guardará algo único. Y esa palabra guardada, en algún momento se hará vida y cambiará su corazón.

A nosotros nos pasa lo mismo. ¡Cuántas veces nos dicen cosas, escuchamos un Evangelio, vivimos una experiencia y no sucede nada especial! Es como si no hubiera ocurrido. Pero, de repente, esa misma palabra oída mil veces, nos impresiona y se hace vida. Y nos cambia. Y vibramos por lo que estamos viviendo. ¿Qué palabras son esas? Tienen que ver con ese lenguaje misterioso y personal que se da con Dios. Tienen que ver con lo que yo soy en lo más profundo.

Jesús se despidió de los suyos aquella noche, en esa última cena. Se toma su tiempo. El amor verdadero se toma el tiempo para despedirse. Porque las despedidas duelen en el alma. Es duro decir adiós. En esos momentos queremos decirlo todo, guardarlo todo, contarlo todo.

Jesús quiere que los suyos lleguen a Dios. No quiere que se pierdan por el camino. Sabe que le han amado. Él los ha amado hasta el extremo y los ha cuidado. ¡Cuánto los ha amado! Sufre por ellos, por su soledad. Pero se alegra de que no se queden retenidos en su persona, quiere que sigan soñando, que sigan subiendo alto, aunque Él ya no pueda estar físicamente a su lado.

Jesús se hace prescindible. Como decía el Padre Kentenich: «No debo dejar que las personas se queden detenidas en mí. Debo velar para que continúen su crecimiento más allá de mi persona y se adentren y arraiguen en el corazón de Dios»[1].

Jesús es la meta de nuestro camino, es cierto, es el camino, es el peregrino, es el que va en nosotros. Nuestra misión es dejar que otros lleguen a Dios. En nosotros se encontrarán con Dios, Aquel que nos abraza y sostiene. El que camina llevándonos en brazos y sosteniendo nuestra vida frágil. A Él conducimos a los que amamos. En Él descansarán.

Jesús les recuerda que está con ellos para siempre. Pero quiere que aprendan a vivir llevándolo en sus corazones. Por eso ellos esta noche guardaron los gestos, los momentos en los que el amor se expresó. Lo guardaron todo: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y Yo también lo amaré y me revelaré a él». Juan 14, 15-21.

Guardaron las palabras que no se volverían a repetir. Guardaron los gestos de amor que ellos mismos tendrían que repetir cada día a partir de ahora. Pero sufren, están tristes, porque hasta ahora no se habían separado nunca de Jesús. Por eso no había sido necesario guardar, sólo vivir el momento. Jesús estaba con ellos.

Sólo tenían que disfrutar cada día con Él. Sin pensar en lo que dejaron, ni preocuparse por el futuro. Sin asegurar nada. A su lado confiaban. Así habían vivido los discípulos esos tres años. Cerca de Jesús. Viviendo con Él, siguiéndolo donde Él iba, estando con Él, hablando y escuchando, con el corazón abierto a lo que cada día sucedía. Todo con Jesús era una aventura que merecía la pena.

Ahora, Jesús les dice que guarden en el corazón: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos». Sus mandamientos son sus palabras, es ese don de su amor que se hace vida, que los hace capaces de dar más, siempre más, hasta que duela.

Su mandamiento es un yugo suave, una carga ligera. Porque está fundado en el amor.

Decía el Padre Kentenich: «Procuremos que nuestro saber se haga vida, se haga amor. Que lo que sepamos desemboque en el amor»[2]. Jesús quiere que todo lo que saben se haga amor. Por eso les pide que guarden en el alma todo lo vivido, sus palabras, ese mandamiento del amor que les dará la vida, que les hará subir las cumbres más altas.

Por eso les pide que atesoren en lo hondo de su corazón los recuerdos y la experiencia de sentirse amados y elegidos por Él. Porque quiere que aprendan a amar y a darlo todo como Él. Porque quiere que sean valientes.

Jesús los ama mucho, de forma muy personal, los ama desde las entrañas. Jesús amaba a cada uno en su originalidad, en su verdad. Los amaba personalmente. Así quiere que amemos. No de forma vaga. No a todos igual. Quiere que nos abajemos, que nos acerquemos al hombre, que amemos desde nuestras entrañas. Desde lo más hondo de nuestra vida. Con un corazón que ama lo humano, que se apega y ata, que eleva y engrandece.


[1] J. Kentenich,
Educación mariana, 1934

[2] J. Kentenich,
Dios presente, Texto 207

Tags:
alma
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