Si seguimos así, el futuro se ve muy negro…
Vivimos en un mundo de derechos y de libertades, de libre desarrollo de la personalidad, de opiniones y pareceres, de respeto absoluto por todos pero también de intolerancia recalcitrante ante todo lo que se percibe diferente. Es un mundo extraño.
En nombre de la libertad hemos traspasado todos los límites de lo humanamente permisible, donde tal libertad quiere vivirse sin consideración a la verdad. Es que ya no hay verdad de ninguna clase, todo se ha relativizado, todo ha perdido consistencia, se han destruido los dogmas y el único que se mantiene erguido es “la única verdad es que no hay verdad”.
Hoy todo es visto como un derecho, pero se acabaron los deberes, las obligaciones; claro, es que si hay libertad y respeto a la individualidad y la autonomía entonces los deberes van contra todo eso y se vuelven coactivos: esto es el caos. Tenemos derecho a expresar nuestra opinión y convertirla en verdad irrefutable precisamente por nuestra legitimidad para hacerla pública; a utilizar las redes sociales como nos parezca, así sea para incitar a la violencia y el desprecio, al odio y el asesinato. Es que ya no tenemos redes sociales sino antisociales, ventana abierta para la abyección, para poder descargar desde el silencio de una habitación nuestra miseria interior sin tener que espetarlo a nadie bajo la máscara del anonimato.
Ya no hay hombres ni mujeres, ahora se debe esperar a que cada quien decida si coincide o no con lo que la naturaleza le ha dotado (hemos confundido identidad con orientación). La Biblia se ha equivocado, afirma una gran multitud, la naturaleza ha resultado injusta con quienes se llaman a sí mismos “neutros”.
Evangelizar es un atentado a la conciencia, especialmente de los niños puesto que se constituye en un “lavado cerebral”. Es menester esperar a que decidan si quieren creer, en lo que quieran creer, cuando quieran creer. Eso es libertad. Muchas veces estos niños se levantan sin norte, su brújula ha enloquecido pues sus padres no tienen criterios de formación, no están de acuerdo en la forma como se hace, se contradicen, se desautorizan y si tienen problemas entre ellos, entonces sus pequeños se vuelven su arena de conflicto. Ya no es válido invitar a la conversión puesto que hay que dejar que Dios decida el momento de cada uno para que vuelva a él.
Todo ha quedado bajo la sombra de las apetencias y usamos indistintamente el verbo para hablar de cualquier cosa que desee nuestro instinto. Me apetece un café, dormir, levantarme, orar, comprar una casa nueva, casarme, divorciarme, un hijo. Sí, hasta los hijos son vistos como parte de lo que a cada quien le apetece como si fueran un capricho o sencillamente un derecho que se puede reclamar o renunciar según sea el origen del deseo. Hoy es posible arrancar con la técnica lo que la naturaleza no quiere ofrecer. “Quiero un hijo, tengo un hijo”.
Dios es un estorbo, el ateísmo es la opción; nadie a quien responder, ni a nuestra conciencia puesto que ella es cambiante según los propios intereses. Se acabó el pecado, el mal, la contrición, el ideal es que nunca nos arrepintamos de nada, eso es para ridículos alienados por la religión.
Puedo parecer un poco exagerado, lo sé; no todo se da todo en todos, pero algo de eso hay en el seno de nuestras sociedades, constituidas por familias que forjan los hombres del futuro. Se ve negro nuestro futuro.
Es indispensable volver al curso de la razón rectamente formada; no debemos fiarnos irrestrictamente de nuestros instintos, ellos son caprichosos, miopes y saben cobrarnos cuando les complacemos en todo. Aunque no existiera un Dios en quien creer, la naturaleza tiene un orden y se deja conocer por medio de esto de lo que nos sentimos peligrosamente orgullosos: las criaturas más inteligentes del planeta, aquellos que con nuestra razón damos sentido a todo cuanto existe.
Quien cree y defiende la libertad debe defender del mismo modo la verdad. No existen una sin otra; lo único que nos asegura la posibilidad de ser hombres libres es la verdad inscrita en un orden natural que tiene como objeto empatizar al hombre con su entorno y no precisamente volverlos enemigos.