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Encuentro con consagrados en Getsemaní y misa en el Cenáculo

Aleteia Team - publicado el 26/05/14

"¿Quién soy yo ante mi Señor que sufre? ¿Soy de los que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad?
"

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El Papa Francisco pronunció este discurso ante los sacerdotes, religiosos y religiosas y seminaristas con los que se encontró en la iglesia de Getsemaní de Jerusalén:

"Salió… al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos" (Lc 22,39).
Cuando llegó la hora señalada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, Jesús se retiró aquí, a Getsemaní, a los pies del monte de los Olivos.

Nos encontramos en este lugar santo, santificado por la oración de Jesús, por su angustia, por su sudor de sangre; santificado sobre todo por su "sí" a la voluntad de amor del Padre.

Sentimos casi temor de acercarnos a los sentimientos que Jesús experimentó en aquella hora; entramos de puntillas en aquel espacio interior donde se decidió el drama del mundo.


En aquella hora, Jesús sintió la necesidad de rezar y de tener junto a sí a sus discípulos, a sus amigos, que lo habían seguido y habían compartido más de cerca su misión.

Pero aquí, en Getsemaní, el seguimiento se hace difícil e incierto; se hace sentir la duda, el cansancio y el terror. En el frenético desarrollo de la pasión de Jesús, los discípulos tomarán diversas actitudes en relación a su Maestro: de acercamiento, de alejamiento, de incertidumbre.


Nos hará bien a todos nosotros, obispos, sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, preguntarnos en este lugar: ¿quién soy yo ante mi Señor que sufre?, ¿quién soy yo ante mi Señor que sufre? ¿Soy de los que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad?


¿O me identifico con aquellos que huyeron por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena? ¿Está fuerte en mí la doblez, la falsedad de aquel que lo vendió por treinta monedas, que, habiendo sido llamado amigo, sin embargo traicionó a Jesús?


¿Me reconozco en los que fueron débiles y lo negaron, como Pedro? Él, poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría hasta la muerte (cf. Lc 22,33); después, acorralado y presa del pánico, jura que no lo conoce.


¿Me parezco a aquellos que ya estaban organizando su vida sin Él, como los dos discípulos de Emaús, necios y torpes de corazón para creer en las palabras de los profetas (cf. Lc 24,25)?


O bien, gracias a Dios, ¿me encuentro entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el apóstol Juan?

Cuando sobre el Gólgota todo se hace oscuridad y toda esperanza parece acabarse, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre y del discípulo predilecto los lleva a permanecer a los pies de la cruz, para compartir hasta el final el dolor de Jesús.


¿Me reconozco en aquellos que han imitado a su Maestro y Señor hasta el martirio, dando testimonio de hasta qué punto Él lo era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte último de su vida?


La amistad de Jesús con nosotros, su fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar con confianza en su seguimiento a pesar de nuestras caídas, nuestros errores y nuestras traiciones.


Pero esta bondad del Señor no nos exime de la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la traición que pueden atravesar también la vida sacerdotal y religiosa. Todos nosotros somos pobres, el pecado, el mal, la traición,…

Advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra pequeñez, entre la sublimidad de la misión y nuestra fragilidad humana.

Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita misericordia, nos toma siempre de la mano, para que no perezcamos en el mar de la aflicción. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos. Por tanto, no nos dejemos vencer por el miedo y la desesperanza, sino que con entusiasmo y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión.



Ustedes, queridos hermanos y hermanas, están llamados a seguir al Señor con alegría en esta Tierra bendita. Es un don y también una responsabilidad. Su presencia aquí es muy importante; toda la Iglesia se lo agradece y los apoya con la oración.


Desde este lugar santo quisiera dirigir un afectuoso saludo a todos los cristianos de Jerusalén. Quería asegurarles que les recuerdo con afecto y que rezo por ellos conociendo bien las dificultades de su vida en la ciudad. Y les exhorto a ser testimonios valientes de la Pasión del Señor, también de su resurrección con alegría en la esperanza.

Imitemos a la Virgen María y a san Juan, y permanezcamos junto a las muchas cruces en las que Jesús está todavía crucificado. Éste es el camino en el que el Redentor nos llama a seguirlo.
No hay otra, es esta: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí estará mi servidor" (Jn 12,26).


Homilía del Papa Francisco durante la misa:

Es un gran don del Señor estar aquí reunidos, en el Cenáculo, para celebrar la Eucaristía. Mientras los saludo con fraterna alegría deseo dirigir un pensamiento afectuoso a los patriarcas orientales católicos que han participado estos días en la peregrinación. Deseo darles gracias por su significativa presencia, para mí particularmente preciosa. Os aseguro que tenéis un lugar especial en mi corazón, en mi oración.

Aquí, donde Jesús consumó la Última Cena con los Apóstoles; donde, resucitado, se apareció en medio de ellos; donde el Espíritu Santo descendió abundantemente sobre María y los discípulos. Aquí nació la Iglesia, y nació en salida.

Desde aquí salió, con el Pan partido entre las manos, las llagas de Jesús en los ojos, y el Espíritu de amor en el corazón. Jesús resucitado, enviado por el Padre en el Cenáculo, comunicó su mismo Espíritu a los Apóstoles y con esta fuerza los envió a renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).


Salir, marchar, no quiere decir olvidar. La Iglesia en salida guarda la memoria de lo que sucedió aquí; el Espíritu Paráclito le recuerda cada palabra, cada gesto, y le revela su sentido.


El Cenáculo nos recuerda el servicio, el lavatorio de los pies, que Jesús realizó, como ejemplo para sus discípulos. Lavarse los pies los unos a los otros significa acogerse, aceptarse, amarse, servirse mutuamente. Quiere decir servir al pobre, al enfermo, al excluido, al que me es antipático, al que me fastidia.

El Cenáculo nos recuerda, con la Eucaristía, el sacrificio. En cada celebración eucarística, Jesús se ofrece por nosotros al Padre, para que también nosotros podamos unirnos a Él, ofreciendo a Dios nuestra vida, nuestro trabajo, nuestras alegrías y nuestras penas…, ofrecer todo en sacrificio espiritual.


También el Cenáculo nos recuerda la amistad. "Ya no les llamo siervos –dijo Jesús a los Doce-… a ustedes les llamo amigos" (Jn 15,15).

El Señor nos hace sus amigos, nos confía la voluntad del Padre y se nos da Él mismo. Ésta es la experiencia más hermosa del cristiano, y especialmente del sacerdote: hacerse amigo del Señor Jesús, descubrir en su corazón que Él es amigo.

El Cenáculo nos recuerda la despedida del Maestro y la promesa de volver a encontrarse con sus amigos. "Cuando vaya…, volveré y les llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes" (Jn 14,3).

Jesús no nos deja, no nos abandona nunca, nos precede en la casa del Padre y allá nos quiere llevar con Él.


Pero el Cenáculo recuerda también la mezquindad, la curiosidad –"¿quién es el traidor?"-, la traición. Y cualquiera de nosotros, y no sólo siempre los demás, puede encarnar estas actitudes, cuando miramos con suficiencia al hermano, lo juzgamos; cuando con nuestros pecados traicionamos a Jesús.



El Cenáculo nos recuerda la comunión, la fraternidad, la armonía, la paz entre nosotros. ¡Cuánto amor, cuánto bien ha brotado del Cenáculo! ¡Cuánta caridad ha salido de aquí, como un río de su fuente, que al principio es un arroyo y después crece y se hace grande…

Todos los santos han bebido de aquí; el gran río de la santidad de la Iglesia siempre encuentra su origen aquí, siempre de nuevo, del Corazón de Cristo, de la Eucaristía, de su Espíritu Santo.


El Cenáculo, finalmente, nos recuerda el nacimiento de la nueva familia, la Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia, constituida por Cristo resucitado. Una familia que tiene una Madre, la Virgen María.

Las familias cristianas pertenecen a esta gran familia, y en ella encuentran luz y fuerza para caminar y renovarse, mediante las fatigas y las pruebas de la vida. A esta gran familia están invitados y llamados todos los hijos de Dios de cualquier pueblo y lengua, todos hermanos e hijos de un único Padre que está en los cielos.


Éste es el horizonte del Cenáculo: el horizonte del Resucitado y de la Iglesia.
De aquí parte la Iglesia en salida, animada por el soplo del Espíritu. Recogida en oración con la Madre de Jesús, revive siempre la esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo: Envía, Señor, tu Espíritu, y renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,30).

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