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Cómo llevar al corazón los acontecimientos de cada día

The Double Helix of Faith and Family John Corvera – es

John Corvera

Carlos Padilla Esteban - publicado el 24/05/14

Para vivir la vida tenemos que implicarnos en cada momento y después degustar lo sucedido… ¿qué ha significado para mí? ¿qué me ha querido decir Dios?

Hay muchas cosas en la vida que merecen la pena ser guardadas en el corazón. Palabras importantes, frases grabadas en el alma, silencios con una densidad especial en los que ocurrieron muchas cosas. Personas que han dejado huella. Un abrazo, una respuesta, una pregunta, un silencio. Un paisaje, una puesta de sol.

Momentos, sí, esos segundos que valieron toda una vida, porque en ellos se decidió algo importante. Esos momentos de plenitud, de luz, de calor, en los que estamos con las personas a las que tanto amamos y sentimos que el corazón reposa, que todo encaja, que todo es querido por Dios. Nos sentimos cuidados por Dios.

Sólo a veces, viene el miedo a perder eso que amamos. Nos gustaría guardar ese momento para siempre y poder sacarlo cuando haya oscuridad. Guardamos todo en una caja cerrada en el alma, allí donde nadie tiene acceso, sólo Dios. Allí, en lo más escondido.

En lo más hondo guardamos la vida que va pasando. La guardamos para no olvidarnos. Porque la memoria nos falla y podemos dejar pasar lo importante. Siempre pienso que no hay nada peor que olvidarnos de las cosas importantes, de las frases que nos conmovieron, de algún encuentro especial.

Da igual que un día no recordemos lo que hicimos ayer, o lo que comimos, o el nombre de un actor, o algún dato anecdótico, o acontecimientos históricos que son parte de nuestra cultura. Importa poco. Al final la memoria se va perdiendo y esas cosas no importan tanto.

Lo triste es cuando olvidamos las cosas realmente importantes en nuestra vida, aquellas por las que mereció la pena luchar, darlo todo, morir incluso.

Pienso en mis padres, que apenas saben bien lo que hicieron ayer y no podrían decir lo que harán mañana. Pero súbitamente, al preguntarles algo de su pasado, al enseñarles una foto, al hurgar con infinito respeto y cuidado en su pasado, abren esa caja guardada de recuerdos y te cuentan cosas que nunca has oído. Es mágico.

Allí lo guardaron todo, en lo más hondo de su alma. El corazón es misterioso. Guarda tantas cosas. Olvida tantas otras. Tiene heridas abiertas y cicatrices. Es profundo y hondo. Tiene sombras, tiene mucha luz. A veces nos turba. Porque cambia, pasa de la alegría más viva a la tristeza más turbia.

El Papa Francisco nos hablaba esta semana de nuestro corazón: « ¿Cómo está mi corazón? ¿Es un corazón bailarín que va de un lado a otro?». A veces el corazón es muy bailarín. Es cambiante. Un día amanece animado y al día siguiente se entristece sin razón aparente.

Por eso es tan importante volver a los momentos en los que el corazón ardía. Recordarlos, revivirlos. Por eso es tan necesario que el corazón descanse en un amor sólido, estable, que no se muda, que permanece.

Por eso, cuando nos enfriamos, tenemos que volver al primer amor, para reiniciar el camino. Como decía el Papa Francisco esta Pascua: «Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena».

Es la alegría y el fuego que necesitamos en el camino. Recordamos, no para vivir anclados en un pasado que ya es historia, sino para enfrentar el futuro con fuerza, con pasión, con ganas de vivir. Para hace resurgir la esperanza. Los acontecimientos de nuestra vida son esos misterios que nos ayudan a descubrir la mano de Dios guiando nuestra barca. Esos sucesos pasados nos dan ánimo, nos ayudan a caminar sin miedo.


Hay personas que son capaces de guardar las cosas bonitas de la vida. Luego tienen la facilidad para olvidar lo malo rápidamente. Hay personas que saben guardar a otros en su corazón. Y allí descansan protegidos y cuidados. El Padre José Kentenich decía: «No hay un lugar mas hermoso en el mundo que el corazón de un hombre noble lleno de Dios»[1]. Un corazón lleno de Dios.

¿A quién guardo yo en el corazón como un tesoro? ¿Veo la luz en mi vida y me olvido rápidamente de lo malo? Hay personas que guardamos en el alma y por ese tesoro estamos dispuestos a venderlo todo. Jesús nos guarda en su corazón herido.

Hay personas, todos queremos estar cerca de ellas, que guardan la parte positiva de todo, incluso la parte bella de algo difícil. Es casi imposible lograrlo, pero ellos tienen ese don. Convierten lo duro de la vida en un camino que les lleva al corazón a Dios y al corazón de los otros.

Hay otros, por el contrario, que guardan lo malo e incluso dentro de las cosas bonitas guardan la parte fea, la queja, lo que falta, la nostalgia, lo que aún no poseen. Se amargan y amargan. ¿Cómo soy yo?

Para guardar hay que aprender antes a vivir la vida a fondo y con pasión. Si no lo hacemos así, las cosas pasan y no calan, no dejan huella en el alma. Así nos pasa a veces con tantas experiencias religiosas bonitas, con tantos encuentros en los que pensamos que tocamos a Dios. Luego todo se olvida y la vida sigue igual. Creíamos que era una gran conversión y no ha dejado de ser un momento álgido, de alegría, un segundo que ha volado.

Es muy importante que las cosas queden en nuestro interior. Tenemos que aprender a disfrutar de los momentos, de la vida que Dios nos regala. Como decía una persona: «Le pedí a Dios cosas para disfrutar de la vida. Él me dio vida para que disfrutara de todas las cosas».

Para vivir la vida tenemos que implicarnos. Mirar. Escuchar. Meternos a fondo en ese momento del camino. Vivirlo con intensidad. Disfrutarlo. Si es mar, si es montaña, si es noche, si es desierto, si es espera o soledad, si es dolor o alegría, si es inicio de algo o momento de cambio.

Y después degustar en el corazón lo sucedido y agradecer. Meditarlo. Pensar qué ha significado para mí ese momento. Pasarlo por el cedazo del corazón. ¿Dónde estaba Dios ahí? ¿Qué me ha querido decir Dios con lo que me ha ocurrido? Tenemos que aprender a mirar en profundidad. Mirar como miraba Jesús.


[1] J. Kentenich,
Cartas del Carmelo, 1941

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