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Mujer en la Iglesia: pistas para el camino

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Aleteia Team - publicado el 20/05/14
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Promover la presencia más incisiva de la mujer en la Iglesia obedece ante todo a buscar una mayor fidelidad a lo que la Iglesia misma es
El Papa Francisco recientemente, en un encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Roma, pronunció como de paso las siguientes palabras: «Hoy olvidamos todo con demasiada rapidez, incluso el Magisterio de la Iglesia. En parte es inevitable, pero los grandes contenidos, las grandes intuiciones y los legados dejados al Pueblo de Dios no podemos olvidarlos»[1].
 
Importantes palabras, que nos llaman a un examen atento sobre el olvido de grandes contenidos, grandes intuiciones que están a nuestro alcance hace ya varias décadas.
 
Es importante no dejar caer en el olvido, por ejemplo, el camino avanzado por la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II y en los pontificados sucesivos, respecto al tema de la mujer en la Iglesia.
 
Al contrario, puede ser interesante recoger algunos puntos de partida para el trabajo al que repetidas veces nos ha invitado el Papa Francisco de profundización y promoción sobre la vocación y misión de la mujer en la Iglesia.
 
Podemos distinguir dos grandes líneas de reflexión que nos ha ofrecido el Magisterio reciente.
 
1.     La línea antropológica
 
El Papa ha indicado en numerosas ocasiones la importancia de no limitarse a plantear soluciones prácticas – aunque ellas también sean necesarias – sino hacer un trabajo de profundización y sin duda el primer campo que requiere profundización es el de las raíces antropológicas del asunto.
 
La Mulieris dignitatem empieza preguntándose como podemos entender mejor «la razón y las consecuencias de la decisión del Creador que ha hecho que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón»[2] y nos ofrece importantes consideraciones sobre la diferencia sexual, que es probablemente el tema antropológico más importante de nuestro tiempo, en el que en cambio reina actualmente gran confusión.
 
Esa confusión no ayuda a tomar decisiones serenas, a discernir el mejor modo de avanzar in Ecclesia sobre estas cuestiones; no pocas veces las discusiones se vician con ideologías, sociologismos, victimismos, entre otras dificultades.
 
En cambio, releer la cuestión de la diferencia sexual a raíz de la propuesta antropológica que nos ofrece el Magisterio, nos da claves importantes de las que se puede partir: varón y mujer tienen igual dignidad, comparten la única naturaleza humana, pero son a la vez diferentes, son confiados el uno al otro, entregados el uno al otro como don.
 
La diferencia sexual nos enseña que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, que hemos sido creados para la relación, para el encuentro. Todo “yo” necesita  un “tu” que le ayude a completarse; nadie es auto-suficiente. Ya decía el poeta: ningún hombre es una isla. La diferencia sexual es lugar privilegiado para vivir esta experiencia.
 
A pesar de que el pecado introduce el conflicto y la división en la unidad originaria entre varón y mujer, el Señor Jesús reconciliador sana también esta relación haciendo posible que las diferencias entre ambos ya no sean vistas «como motivo de discordia que hay que superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad de colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la distinción.[3].
 
La diferencia sexual implica una gran riqueza y grandes posibilidades de colaboración pues la mutua relación es enriquecedora para ambos y las diferencias pueden convertirse en importante recurso para el trabajo por un mundo que sea más acorde con la dignidad humana.
 
En los relatos del Génesis aparece claro cómo Dios confía a ambos, varón y mujer, la tierra y su cultivo invitándolos a cooperar con la creación y a trabajar por la transformación del mundo al servicio de la dignidad humana

.
 
La familia es un espacio privilegiado de colaboración entre hombre y mujer pero no es el único; la cultura y también la Iglesia constituyen ámbitos donde esta colaboración se ha de realizar y llevar a cabo de manera serena y fructífera.
 
 
2.     El contexto eclesiológico
 
El Concilio Vaticano II del que estamos recordando en estos años el 50º aniversario enseñó que la Iglesia es el Pueblo de Dios, una comunión de personas reunidas por la común dignidad de hijos de Dios, por la común misión de testimoniar la fe en el único Señor; un pueblo que tiene un único pastor: Jesucristo.
 
Pero no se trata de un pueblo uniforme sino estructurado, una comunión de distintos estados de vida, ordenados uno al otro; diferentes pero complementarios, que se sostienen mutuamente para llevar adelante la misión de la Iglesia.
 
Cada uno de estos estados de vida tiene su carácter básico, además de los carismas individuales y comunitarios que también son donados a personas de distintos estados de vida, para que se enriquezcan entre todos y se pongan unos a servicio de otros.
 
El Vaticano II enfatizó la participación de los fieles laicos en la triple misión de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey que tiene como fuente la unción del Bautismo, la Confirmación y su sustento dinámico en la Santa Eucaristía[4].
 
Todo ello hace parte de un renovado sentido del misterio que es la Iglesia. Pero persisten aún muchas visiones reductivas que se refieren a la Iglesia como si ésta estuviera limitada a la jerarquía, a las instituciones; elementos que son sin duda partes importantes pero al servicio de un misterio más amplio, más significativo y más importante: el misterio de la Iglesia Esposa y Madre, signo e instrumento de la comunión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí.
 
Promover la presencia más incisiva de la mujer en la Iglesia obedece ante todo a buscar una mayor fidelidad a lo que la Iglesia misma es.
 
Este gran misterio de la Iglesia necesita tanto su principio mariano como su principio petrino; es lo que el Papa Francisco ha señalado en múltiples ocasiones al decir que justamente una mujer, María de Nazaret, la Madre del Señor, es más importante que los obispos.
 
Ella precede a todos en la santidad, en su persona la Iglesia encuentra la perfección. Su rol no es pasivo, abstracto ni distante; al contrario es verdadera madre y educadora de todos los fieles conduciéndolos con su poderosa intercesión y su ejemplo al encuentro cada vez más pleno con su Hijo Jesús.
 
Von Balthasar decía: María es reina de los apóstoles sin pretender para sí misma potestades apostólicas; ella tiene otra, mayor, potestad[5]. Podríamos añadir, María Magdalenta también fue enviada por Jesús Resucitado a anunciar a los apóstoles la resurrección, aunque ella no era parte del colegio de los apóstoles; pero ella tenía otra, más grande misión.
 
Se trata entonces de buscar caminos siguiendo las pistas antropológicas y eclesiológicas tan ricas que nos ha ofrecido el Magisterio reciente y que no podemos dejar caer en el olvido.
 
Al contrario, mucho de lo que ha sido ya dicho y escrito no espera otra cosa que ser puesto en práctica. Ya lo decía la Christifidelis laici hace veinticinco años: «Es del todo necesario… pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica»[6].
 
 
[1] Francisco, Discurso en el Encuentro con los sacerdotes de Roma, 6 de marzo de 2014.
 
[2] Juan Pablo II, Carta apostolica Mulieris dignitatem, 1.
 
[3] Cf. CDF, Letter on collaboration, 12.
 
[4] Cf. ChL,14
 
[5] È «regina degli apostoli senza pretendere per sé i poteri apostolici. Essa ha altro e di più.» H.U. von Balthasar, Neue Klarstellungen, trad.it., Milano 1980, p.181 Traducción propia.
 
[6] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 51. 
 
 
Por Ana Cristina Villa Betancourt
Artículo publicado en la web del Consejo Pontificio para la Familia

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