Somos barro y luz, tiniebla y amanecer, paz y conflicto, tormenta y calma, sueños y desilusión, descanso y fatiga
Es problemático cuando tememos que el mundo conozca nuestra verdad y nos juzgue, y vivimos sintiéndonos traicionados, acusados, heridos, pensando que los otros nos juzgan y nos condenan.
Comentaba el Papa Francisco siendo todavía obispo: « (El hombre puede ser) un coleccionista de injusticias: vive censando las injusticias que le hicieron, o que cree que le hicieron los demás. Esto lo lleva, no pocas veces, a una cierta espiritualidad de víctima de un complot» [1].
Podemos sentirnos víctimas, acusados, vilipendiados, difamados, atropellados. Nos gusta que esa imagen ideal, la que queremos que otros vean de nosotros, la que quisiéramos ser y no somos, se mantenga siempre limpia, inmaculada, sin mancha.
Por eso acabamos tapando nuestras debilidades, escondiendo nuestras pasiones, disimulando nuestros miedos, vendando nuestras heridas. Nos sentimos capaces de todo, tratamos de aparentar una vida perfecta, una paz soñada.
Huimos de las críticas que nos hacen y de aquellos que nos critican. No queremos oír la verdad, no queremos conocernos a nosotros mismos y que nos confronten con lo que podríamos llegar a ser.
Añade el Papa que la solución se encuentra en ser capaces de ver con libertad y paz nuestra propia miseria, aceptándola en el corazón con alegría: «Quien se acusa a sí mismo deja lugar a la misericordia de Dios; es como el publicano que no osa levantar sus ojos (cf. Lc 18,13). Quien sabe de acusarse a sí mismo es un hombre que siempre se acercará bien a los demás, como el buen samaritano, y – en este acercamiento – el mismo Cristo realizará el acceso al hermano»[2].
«Acusarnos a nosotros mismos» es una antigua expresión utilizada por muchas personas en la confesión. Una expresión que nos hace humildes y conscientes de nuestra verdad. Uno se acusa de su pecado, de sus límites, de sus debilidades.
Uno se conoce y aprende a descubrir lo que podía ser mejor de su vida. Y se alegra de la belleza que tiene. Acusarse es reconocer que nuestra vida está herida pero es santa. Nos acusamos ante Dios, aunque también podemos hacerlo ante nuestros hermanos.
El reconocimiento de nuestras caídas, de nuestras torpezas, es sanador, nos hace libres, nos hace más capaces para la misericordia. ¿Quiénes somos realmente? Somos santos y pecadores. ¿Cuál es la verdad de nuestra vida? Somos barro y luz, tiniebla y amanecer, paz y conflicto, tormenta y calma, sueños y desilusión, descanso y fatiga.
Somos el principio y el final de una historia, somos el amor que nos supera y el que torpemente damos. Somos el aquí y el ahora, sin miedo al futuro, sin nostalgia del pasado. Somos historia que se va haciendo, anhelamos ser lo que soñamos.