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¿Qué es un laico?

Pope Francis meets the Italian students 11 – es

© Sabrina Fusco / ALETEIA

Marcelo López Cambronero - publicado el 16/05/14

San Juan Pablo II fue el primero en plantear abiertamente el tema, y Francisco da la clave

Coincidirá usted conmigo en que resulta sorprendente que la Iglesia haya tardado veinte siglos en esforzarse por comprender qué es un laico y cuál es su peculiar vocación y misión en el mundo.

Tal vez al escuchar esto se despierte en el lector una veta latente de anticlericalismo.     

Tampoco nos escandalicemos por ello. Como ha repetido el Papa, el clericalismo es uno de los principales peligros que amenazan al Pueblo de Dios.

Pero habrá que tener presente que no es un mal que sólo afecte a los obispos, sacerdotes o religiosos. Los mismos laicos quieren en numerosas ocasiones, casi suplican, ser “clericalizados”.

Se dice que los españoles siempre vamos detrás de un cura, o con una vela o con una estaca. Con ello se quieren expresar, al fin y al cabo, dos de las posibles versiones que adopta este clericalismo al que ahora nos referimos.

La Iglesia en busca de la vocación y misión de los laicos

En todo caso, no hay mejor manera para un laico de salir de estas tentaciones que empobrecen y apolillan la Iglesia que comprender y poner en práctica su vocación y su misión.

Para ello tenemos una ayuda inestimable en alguien que, día sí y al otro también, está insistiendo en ello: me refiero a nuestro papa Francisco.

Por supuesto que no ha sido él el primero en abordar esta temática. Pero el Concilio Vaticano II perdió una oportunidad extraordinaria para explicar el laicado cuando dio una definición meramente negativa. Es decir, cuando afirmó que laicos son “todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso” (Lumen Gentium, 31).

Aunque también indicaba que tienen una misión particular “que a ellos corresponde”. ¿Qué misión? Parece que estaba por descubrir.

Un documento decisivo: “Crhisti fideles laici”

San Juan Pablo II decidió afrontar el problema con la valentía y decisión que le caracterizaron. Y convocó un sínodo de obispos en 1987 para tratar en exclusiva esta cuestión.

Una de las mejores consecuencias de este sínodo fue la exhortación apostólica Christi fideles laici de diciembre de 1988.

En ella, al fin, se intentaba explicar qué era un laico con una definición positiva (no sólo indicando lo que no era un laico, es decir, ni sacerdote ni religioso).

Y se explicaba cuál era el papel que Dios había reservado para estos fieles en la historia de la salvación.

Sin duda este documento debe ser a día de hoy el punto de partida si uno quiere contestar a la pregunta sobre los laicos.

Y es también el punto de partida para la insistente invitación que el papa Francisco hace a los laicos a que tomen conciencia de su vocación.

Una identidad propia

Decía san Juan Pablo II que al hablar de la misión del laico no nos estamos refiriendo a cuáles son las labores que puede llevar a cabo dentro del templo, como si su papel fuese “aligerar” el trabajo del cura o ser un “cura menor”.

Eso no sería más que otra tentación a la que nos llevaría el clericalismo y que, hay que decirlo, está muchas veces presente entre nosotros.

Por ejemplo, ¡cuántas veces he oído clamar por el papel de la mujer en la Iglesia para que luego sólo se hable de si cabe o no que sea ordenada sacerdote!

La vocación del laico es verdaderamente propia y distinta a la del clero. Por eso incluso cuando haga algo dentro del templo (como lector o desempeñando cualquier otra función) lo hará según su forma propia de estar en el mundo.

Sin embargo, por su peculiaridad, el laico ejerce su misión especialmente en otros ámbitos en los que él está inmerso. Es sobre todo la familia, el trabajo y, en definitiva, todas las relaciones en las que se ve envuelto en su cotidianidad.

Un error frecuente: separar la Iglesia y el mundo

Francisco ya nos llamaba la atención en la Evangelii gaudium sobre una determinada actitud respecto a la Iglesia que es bastante habitual entre los laicos.

Muchos de nosotros consideramos que nuestra vida se desarrolla en dos ámbitos distintos y plenamente diferenciados, a los que nos referimos como “la Iglesia” y “el mundo”.

Nos acercamos a la Iglesia los domingos y fiestas de guardar para participar en ciertos ritos que “tienen que ver con Dios”. Recibimos un servicio que nos prestan los sacerdotes.

Pero desde el mismo momento en el que salimos de estas prácticas nos sumergimos en “otras diferentes”, en “nuestras cosas”.

Con ellas no tienen nada que ver la jerarquía ni el clero. Y no tienen por qué meterse, puesto que esa otra esfera de nuestra vida se guía por sus propias normas y tiene sus propios fines.

Apartar a Cristo del día a día

Así, trabajamos para ganar dinero, y en las relaciones económicas –y en otras- buscamos el cumplimiento de fines que tienen que ver con el bienestar.

De esta manera Cristo no tiene relación con nuestra vida cotidiana, con nuestros asuntos.

Y por lo tanto, a poco que nos tomemos esta visión de la vida en serio, el Señor no resulta interesante y bien puede ser dejado de lado. Incluso estorba, más allá de la oración y los sacramentos.

El Papa nos llama a salir de esta comodidad, que genera lo que él denomina, con su lenguaje tantas veces particular, “la conciencia aislada”.

Nos aislamos de la Iglesia y de los otros, queremos que se nos deje tranquilos para gestionar de manera autónoma nuestras preocupaciones y afanes cotidianos.

Y, como bien sabemos, terminamos por enviar a Cristo al desván de los recuerdos. Y dejamos primero de frecuentar la confesión y, poco después, la Eucaristía.

Es una consecuencia normal: Cristo ha dejado de tener relación con lo que de verdad nos ocupa y nos preocupa.

¿Paganos de hecho o cristianos con fe?

Así logramos servir a dos señores o, dicho de otra manera, atemperar la grandeza del encuentro con Cristo y reducirlo a una medida que nosotros imponemos.

El resultado es una especie de paganismo de nuevo cuño: que el Señor nos deje tranquilos que ya nos valemos por nosotros mismos. Y si acaso, que nos atienda cuando lo requerimos.

Salir de este dualismo falso entre “la Iglesia y “el mundo” requiere, indica el Papa, que no cedamos a la tentación de interpretar el encuentro con Cristo desde los estereotipos que nos parezcan más cómodos.

Requiere que abramos la libertad a la gracia de Dios, para que inunde nuestra vida y nos llene por completo.

El problema es que eso nos da miedo. Nos aterra que sea Otro el que se convierta en nuestro destino, el que dé sentido a la vida, el que nos indique el camino.

Nos asusta, finalmente, quedar defraudados. Y como hizo Judas, traicionamos no sólo por unas pocas monedas de plata, sino porque no vamos a permitir que nuestra vida se cumpla según la medida de Otro.

Exigimos ser nosotros los que llevemos las bridas del caballo. O en palabras de Francisco, preferimos atarnos a las cosas muertas a pesar de su tristeza paralizante que transitar la alegría que nace del convencimiento de que nuestro Redentor vive.

Llamados a dar testimonio y a una misión permanente

Por eso el Papa nos pide que estemos siempre en misión. Porque el testimonio y la misión en todos los aspectos de la realidad es la vocación del laico.

No se trata de añadir más nombres a la lista de los cristianos. Ni es eso lo que nos corresponde y, de hecho, carecemos de esa capacidad. No somos Dios ni tenemos entre nuestras manos la libertad de los demás.

El Papa nos invita una y otra vez a vivir la tensión de ir hacia los demás. Porque esa es la manera en la que mantenemos vibrante la llama de nuestra fe.

Si no estamos en misión, si metemos la luz debajo de la mesa, los primeros perjudicados somos nosotros.

Porque entonces nos dejamos arrastrar por una rutina basada en el afán por conseguir los fines del mercado que nos deja, en realidad, desesperados.

Pero, ¿en qué consiste esa misión? ¿Cómo podemos llevarla a cabo? Francisco lo dice una y otra vez, de una manera clara y contundente: el laico debe “primerear” para “hacerse prójimo”, con una especial atención a las “periferias existenciales”.

No hablamos de meros conceptos teológicos, ni de valores en el sentido habitual del término, sino de una forma de vida que el Señor ha pensado para nuestra felicidad, para que se cumpla nuestro deseo.

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