Las sociedades se vuelven intolerantes cuando están determinadas por sistemas ideológicos cerrados y autosuficientes capaces de sustituir a una mirada abierta sobre la realidad. Por desgracia, España es actualmente uno de los países en el que la contaminación ideológica es más intensa y, en consecuencia, es una de las sociedades más intolerantes de Occidente.
Las reacciones que han salido a la luz tras el desgraciado asesinato de la Presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, ponen este dato en evidencia nuevamente. Era una mujer de un carácter fuerte, que acumuló a su alrededor tanto admiradores como detractores. Su trayectoria profesional y política tiene muchos puntos interesantes y, por supuesto, luces y sombras, como nos pasa a cada cual, pero es inaceptable que veamos en las redes sociales tantos mensajes en los que unos cuantos insensatos, demasiados, vuelcan su odio. Todos o casi todos ellos no la conocían más que por las noticias que habían leído en los medios de comunicación y por su pertenencia y responsabilidades dentro del Partido Popular.
Este dato es muy importante: cuando atendemos a la imagen de alguien a través del velo de los medios de comunicación lo que percibimos es una caricatura más o menos simbólica de un tipo humano. Rajoy ya no es Rajoy, un hombre de carne y hueso que tendrá sus miedos y sus afanes, sus tristezas y sus sueños, sus intereses propios y sus desvelos por lograr ser un buen presidente, sino un monigote de cartón en el que puedo proyectar mis expectativas y mis odios, mis recelos y mi frustración. Con los “personajes” que aparecen en la televisión no establecemos verdaderos vínculos humanos. Ante ellos, ante esas falsas y etéreas figuras, las estructuras emocionales y morales quedan aturdidas, se vuelven ellas mismas virtuales.
Al decir esto no quiero justificar los mensajes que hemos tenido ocasión de leer, y que son como poco repulsivos; pero sí quiero que entendamos que un fenómeno de este calado sólo es posible por el énfasis de los paradigmas ideológicos que sostienen los discursos dominantes.
En cualquier caso, y para no mantener al lector en un absurdo nivel de abstracción, es preciso que volvamos a algunos de estos textos, aunque me permitiré obviar los más desagradables. Un chaval que no tendrá dos dedos de frente y no ve más allá del velo que han puesto ante sus ojos, se despachó en twitter con lo siguiente: “Una corrupta menos, Isabel Carrasco abatida a tiros.piun piun” (sic). Otro elemento que se autodenomina “Rojonuclear” y adorna su cuenta en la citada red social con símbolos de raigambre totalitaria, elevó el tono de la insidia con un comentario como el que cito: “Yo soy de la provincia y me alegro un montón, llamadme (…) o lo que queráis, pero voy a tomarme unas cañas”, y poco después: “brindo por una fascista menos”. Por último, y ya es suficiente, un autoproclamado Doctor Oxímoron publicó una lista de personas a las que le apetecería ver asesinadas y que encabezaba Isabel Carrasco, pero a la que seguía Esperanza Aguirre, Mariano Rajoy y otros dirigentes del PP. Cosas como éstas no pasarían de ser ridículas si la historia no nos enseñara que muchas veces los inventarios que han llevado a cabo los intransigentes han tenido lúgubres consecuencias.
En principio la ideología no es otra cosa que un esquema de explicación de lo real que nos permite hacernos cargo de la diversidad del mundo. A ello se añade, siempre o casi siempre, una concepción del bien y del camino para alcanzarlo. Sucede que los seres humanos queremos comprender nuestra circunstancia y vivir bien, por lo que necesitamos de estas síntesis simplificadas. Sin embargo, hay quienes se sienten incapaces de mantener la tensión inevitable entre el esbozo que manejan y la riqueza de la realidad, y terminan por hacerse una noción del mundo sumaria y maniquea, en la que hay unos buenos muy buenos y unos malos muy malos, con ausencia de matices y tonalidades.
Estos sujetos, ahora presos de la ideología, se vuelven automáticamente intolerantes y violentos. No sólo no pueden soportar a los que piensan de otra manera, sino que tampoco toleran los hechos que contrastan con su pensamiento manufacturado de serie, por lo que optan por encerrarse en su torre de marfil.
Este proceso impide que comprendamos que los liberales, los socialistas y los comunistas, aunque sostienen posiciones distintas sobre cómo habrían de irnos mejor las cosas, desean a la par un país y un mundo más justo y más floreciente. Ni unos ni otros son monstruos mutantes ávidos de maldad que alimentan el anhelo de sumergir España en la miseria. Por eso cualquiera que participe en los debates políticos ha de pensar, si está en sus cabales, que en alguna que otra ocasión el adversario va a tener razón y que, por lo tanto, es mucho mejor aprender de él lo que se pueda que eliminarlo o reducirlo al silencio.
Un sano sentido común de tal índole parece a menudo ausente de las esferas políticas, donde priman partidos que prefieren elementos ideológicos obsesivos (y así borreguilmente fieles) que una discusión auténtica. De esta manera pertenecer a un partido o adherirse a una propuesta política se parece cada vez más a entrar en una secta, ya que el primer objetivo del discurso público es encerrar al ciudadano en un pozo ideológico sin ventanas en el que, al fin, encuentre el sentido de su vida y las consignas para la acción. Lo vemos cada día, y los acontecimientos que han sucedido al lamentable crimen cometido sobre Isabel Carrasco nos han permitido contemplarlo en todo su dramatismo.
No es la primera vez que nuestro país se ve sometido a este tipo de tensiones totalitarias, que hoy se mueven con tanta libertad y eficacia entre los jóvenes y, sin querer ser agorero ni apuntar en ninguna dirección, deberíamos apresurarnos a frenar con la ley y la cultura una avalancha así, pues mala sombra nos cobija.