La Cuaresma está llegando a su fin.
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Songhai era uno de los responsables diocesanos del centro recreativo. Un joven realmente entregado. Estimadísimo por todos los niños.
Por desgracia el curso no le había ido muy bien y había querido continuar en Kara, una ciudad más al sur. Tendría unos 19 años.
Me llama el rector de la catedral. Esta mañana ha venido una parroquiana tuya a misa. Estaba destrozada. Dice que ha sentido en su corazón que algo le había ocurrido a su hijo.
Le ha dicho, llorando, que mientras rezaba ante Nuestra Señora ha sentido cómo María le decía que no tuviese miedo, que ella sería una nueva Madre.
Por la tarde la vamos a ver. Su presentimiento ha resultado cierto. Su hijo ha sido atropellado cuando iba al instituto. El patio de la casa está lleno de gente y de repente suena el teléfono. Es el padre.
Su voz es firme. Acaba de perder a su primogénito, y… cuando nosotros intentamos pronunciar palabras de consuelo, él nos dice, sencillamente: mi hijo era un gran creyente. Yo también. Si Dios lo ha llamado a su lado es porque tiene una nueva misión para él.
La madre sonríe. El padre tiene razón. Y poco a poco, todos los que estamos reunidos en la casa nos sentimos consolados. No hay lugar para la tristeza.
Y la responsable cristiana de la comunidad comienza a rezar el Rosario. Nos vamos uniendo todos. La gente pronuncia plegarias espontáneas. Plegarias llenas de esperanza.
Y cuando nos despedimos de la familia, nos vamos con el corazón lleno. De la tristeza de la muerte hemos pasado a la esperanza de la vida.
Las palabras de fe de un padre nos han devuelto la alegría, y nos han hecho salir con fuerza para predicar que la vida, una vez más, ha vencido a la muerte.