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Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León (España), fue asesinada a tiros por una ex amiga y su hija el pasado 12 de mayo, por motivos que actualmente está siendo investigados por la policía. Y a los pocos minutos, sufría además un tremendo linchamiento mediático en las redes sociales. Miles de tuits justificaban el asesinato de esta mujer, como miembro de la “casta política” que ha “robado al pueblo”. La violencia de este linchamiento ha sido tal, que hoy varios medios de comunicación españoles dedican columnas a hablar del tema.
Es verdad que el uso de las nuevas tecnologías abre lagunas legales para perseguir ciertos delitos contra el honor: al no haber amenazas directas ni agresión de tipo físico, es difícil encajar un tuit de 140 caracteres en las categorías penales existentes, aunque el ministro del Interior, Jorge Fernández, insiste en que se van a investigar. En España la apología de la violencia en general no está tipificada como delito – como sí lo está la apología del terrorismo – aunque sí las amenazas. Por otro lado, la red permite escudar la propia identidad y ampararse en la libertad de expresión. No son pocos los políticos o personajes famosos que han debido cerrar sus perfiles sociales después de campañas de acoso y amenazas.
Pero las altas cotas de violencia empleadas contra esta mujer aún de cuerpo presente, dan para pensar: por un lado, en el altísimo nivel de violencia latente en una sociedad, la española, que está sufriendo enormemente las consecuencias de la crisis económica. La aparente calma social que se vive en el país, fuera de contadas excepciones, no debería hacer olvidar que la superficie podría esconder una marejada que se puede abrir paso en cualquier momento.
Por otro lado, en la urgente necesidad de una regulación del uso de las redes sociales, de forma que la apología de la violencia pueda ser perseguida como un delito más. Si es verdad que nuestras vidas cada vez se ven más influidas por el “entorno” de las redes sociales, no hay que imaginar cómo este tipo de violencias virtuales pueden influir y envenenar la vida real: ¿acaso asesinos como Breivik en Noruega o los adolescentes americanos que masacran a tiros a sus compañeros de escuela no son grandes consumidores de videojuegos violentos? Hay partidos radicales que pueden no tener representación parlamentaria, pero que podrían estar influyendo en la sociedad mucho más de lo que aparentemente dicen las urnas.
Y en tercer lugar: este tipo de hechos deben hacer reflexionar a todos, incluida a la Iglesia. La evangelización de las redes sociales es una necesidad cada vez más evidente. Es responsabilidad de los cristianos no dejar el entorno digital sin que llegue el mensaje salvador de Jesucristo al hombre, de que el odio no tiene la última palabra. Este tipo de hechos debería espolear nuestra conciencia: detrás de un tuit que expresa odio hay una persona que odia y por la que Cristo también ha dado la vida.