De repente la noticia salta por toda la región de las Sabanas: Ha resucitado.
– Sí -respondo-, ya lo sé que ha resucitado, por eso predicamos el Evangelio.
– No, no hablamos de Jesús sino de un joven de Lokotogou (prefactura de Tandjuaré), en una de las parroquias de Dapaong. Es el nuevo Jesús.
-¿Qué queréis decir que ha resucitado?
-Pues que el sacerdote lo enterró y tres días después ha vuelto.
Todos están sorprendidos. ¿Cómo es posible que resucite? Y con una sonrisa en los labios me digo: Mira, Joan, estás de suerte, podrás vivir la emoción que vivieron los habitantes del tiempo de Jesús.
La noticia se extiende a una velocidad increíble y no hay nadie que no hable del resucitado. Los que ya han ido a verle vienen para contármelo. Quieren un consejo. Y yo se lo doy:
– Sed un poco prudentes. ¿Han abierto ya la tumba?
– No.
– ¿Y el chico que ha resucitado es igual que el otro?
– No -me responden-, no se parecen, pero tampoco Jesús resucitado era igual al Jesús que vivió.
– Sí, tenéis razón, pero al menos a Jesús lo reconocían cuando partía el pan. Lo reconocían cuando les llamaba por su nombre.
La cuestión es que mis palabras no les acaban de convencer. Y la gente continúa yendo en masa a ver al resucitado que, ahora, además, ya se ha vestido de blanco y comienza a buscar discípulos.
Por orden del juez la policía guarda la tumba para evitar una profanación. Y finalmente… la decepción. Una semana más tarde la gendarmería ha puesto en claro las cosas: todo ha sido una especulación de la familia que, aprovechando la muerte de uno de sus hijos, que aún iba al Instituto, ha querido comenzar una nueva secta.
Y a partir de aquí las cosas se precipitan. La familia y la tumba quedan bajo vigilancia policial y en medio de una multitud sorprendida e indignada, la gendarmería agarra al «resucitado» para llevárselo a la prisión, causando, eso sí, la alegría de los presos, que no sólo podrán ver al resucitado, sino ¿quién sabe?… ¡A lo mejor la prisión se abrirá como se abrió con Pedro!
Y mientras, fuera de la prisión la multitud es cada vez más numerosa. Los gendarmes están sobrepasados.
– ¿Qué queréis?
– Venimos a ver al resucitado.
Les han dicho que si tocan un poco su vestido se curarán… Pero nada tiene sentido, porque la tumba no está vacía. Y ésta es la gran diferencia. Algunas personas del barrio me vienen a ver.
– ¿Por qué habéis creído todos en este joven?
– Nos habían prometido que allá nos curarían de nuestras enfermedades. Nos habían prometido que allá nos darían de comer. Nos habían prometido…
Y me doy cuenta de que nuestro pueblo tiene necesidad de una buena noticia. Los pobres esperan con ansia a alguien que les cambiará la situación. Están enfermos y no tienen dinero para los medicamentos. Tienen hambre, y ya no hay nada en el almacén. Miran al futuro, y no hay perspectiva…
Y de repente, un resucitado. Y una multitud que tiene sed de Dios. Y tú no te puedes quedar en casa si de verdad crees que ha resucitado, pero… él no ha conquistado la vida verdadera. Él quería sólo sacar un provecho.
¿Cómo habría reaccionado, yo, 2.000 años atrás? ¿Habría creído? Y me he dado cuenta de que, si fuera pobre, seguramente habría creído, como han creído toda esta gente de mi entorno. Porque tienen necesidad de creer.
La diferencia, la gran diferencia, es que Jesús no les defraudó para nada. Por eso tenemos que ser pobres de nuevo. Pobres para reconocer la presencia del resucitado en nuestras vidas cotidianas.