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¿Tengo rumbo, deseos, sueños?

Amanecer en el mar

© Juan Ramón Rodríguez Sosa / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 05/05/14

Un inmenso mar se abre ante nuestra mirada cuando somos capaces de soñar, de desear, de esperar más de lo que tenemos

Siempre me conmueve la desorientación de tantos hombres. Muchas personas no saben cuál es su misión en esta tierra. Personas casadas, con hijos, con un trabajo, pero todavía no saben qué quiere Dios de ellos. Me conmueve, a veces me entristece.

Tantas personas vagan perdidas sin esperanza en una sociedad en la que hay injusticias, en una vida en la que la cruz nos acompaña siempre. En esos momentos, al ser testigo de su desesperanza, me gustaría darles respuestas de vida eterna, aliviar sus dolores, abrirles una ventana a la esperanza eterna.

Me gustaría caminar con ellos, callar al ritmo de sus pasos, descifrar los caminos sin imponer una sola respuesta. Me gustaría contener su dolor y aliviar su pena, levantar su mirada, sostener sus dudas. Me gustaría coger sus manos caídas entre las mías y levantar sus pies sobre el polvo.

Me gustaría hacerles reír un poco de la vida, de ellos mismos, sin trivializar su problema, sin quitarle peso a sus preocupaciones, pero haciéndoles ver el inmenso mar que se abre ante nuestra mirada, cuando somos capaces de soñar, de desear, de esperar más de lo que tenemos.

Me encuentro mudo ante el dolor del alma. Como decía el Papa Francisco: «Enmudezco. Lo único que me surge es quedarme callado y, según la confianza que tengo, tomarle la mano. Y rezar por ella, porque tanto el dolor físico como el espiritual tiran para adentro, donde nadie puede ingresar. Comportan una dosis de soledad. Lo que la gente necesita saber es que alguien la acompaña, la quiere, que respeta su silencio y reza para que Dios entre en ese espacio que es pura soledad»[1].

Es la misión de nuestra vida, acompañar, sostener, mirar, esperar, escuchar, callar. Y por supuesto, no dejar de señalar las estrellas. Allí anidan los sueños del alma, los deseos más hondos que con nada se satisfacen.

Pensamos tantas veces que satisfaciendo los deseos inmediatos seremos felices. Pero luego la felicidad, una vez satisfechos los deseos, se nos escapa, siempre queremos más, nunca es bastante.

El deseo es el motor del peregrino. Uno deja de caminar cuando no desea llegar a ninguna meta, cuando no espera. Cuando ha enterrado bajo tierra todos sus planes y proyectos.

Cuando la vida monótona y gris cubre el alma con un tupido velo. Cuando las fuerzas desaparecen al pensar que la plenitud es imposible. Así no es posible caminar, ni esperar, ni desear.

¡Hay tantos peregrinos sin rumbo, sin esperanza, sin deseos! ¿Cuáles son nuestros deseos? ¿Qué soñamos? ¿O es más fuerte el desengaño y la desilusión en nuestra vida?

A lo mejor hemos perdido la capacidad de sonreír como los niños e ilusionarnos con los planes más sencillos. A lo mejor hemos dejado que la cruz nos robe la esperanza y ya no estamos capacitados para dejarnos sorprender por la vida, por sus imprevistos, por sus «de repente».

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