El drama de fondo pasa por un Estado que claudica en procurar la virtud de sus ciudadanos (procurar, no imponer) y termina siendo sólo capaz de administrar sus vicios y degradaciones
El presidente uruguayo, José “Pepe” Múgica, se ha convertido en una especie de ídolo de cuanto libre-pensador libertario habita, no sólo la patria chica uruguaya, sino en el resto del mundo. Y no es poca la expectativa que se ha generado en torno a la legalización del consumo, pero también de la producción y distribución de marihuana.
Curioso derrotero el del presidente Múgica: de ex guerrillero tupamaro a líder del progresismo latinoamericano, parece haber trocado los ideales revolucionarios propios de las décadas de 1960 y 1970 que en torno a figuras como la del Che Guevara querían cambiar el mundo por vía de la revolución social, por uno más módico que lejos de cambiar la historia, la sociedad y la persona, permita a ésta enviciarse y autoevadirse de las crudas realidades de nuestros pueblos, pero sin afán de cambio alguno.
En ese plan en clave de claudicación, el Estado otrora burgués-capitalista cómplice de la explotación de los proletarios, es ahora pergeñado como proveedor oficial de sustancias alucinógenas.
El Estado oriental producirá toneladas del célebre cáñamo, nada menos que en campos pertenecientes al ejército. Llamativo que de un modelo mitrista de fuerzas armadas para los países suramericanos, centinelas del librecambio británico y con hipótesis de conflicto que miraban más hacia adentro que hacia fuera, se pase a un modelo más acorde con el siglo XXI y, como sacado de la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, garante de dulces raciones de “soma” para la juventud rioplatense.
Acaso cambien las formas de dominación, pero curiosamente el objetivo pareciera ser siempre el mismo: garantizar que los pueblos, y especial sus jóvenes, sean incapaces de liberar nada, ni sus países ni, ahora, sus propias personas.
Alguien calificó a Múgica como sabio. A través de la legalización del consumo de marihuana que promueve con ahínco, se lo ve más funcional a George Soros, Ted Turner o Henry Kissinger, que a las viejas utopías setentistas.
Legalización y narcotráfico
Es casi un lugar común la afirmación por parte de los promotores de la legalización de la droga, específicamente la marihuana, que tal medida acabaría de un día para el otro con el temible narcotráfico y su obvia consecuencia, los delitos que le son conexos.
Pero ello no es así. De hecho, la legalización no ha acabado con el narcotráfico ni siquiera en Holanda, en donde las mafias integradas sobre todo por ciudadanos de ese país, de origen antillano, están permanentemente monitoreadas por la policía.
En primer lugar, legalizar la producción, distribución y consumo de marihuana no garantiza en lo más mínimo que desaparezca el narcotráfico respecto de otras drogas como la cocaína, el LSD y otras.
Quienes ya consumen estas últimas, las llamadas “pesadas”, difícilmente vuelvan a consumir marihuana, sustancia alucinógena menor a la que incluso ven como una simple droga de inicio, casi para novatos. Para ese tipo de consumidores, que no son pocos, seguirá existiendo el mercado ilegal como hasta el día de hoy en todo los países.
En segundo lugar, la norma uruguaya establece que el abastecimiento estatal gratuito (es decir, que paga el resto de los contribuyentes) de cannabis es sólo para ciudadanos de esa nacionalidad, mayores de edad, inscriptos a tal fin en un registro oficial.
Ahora bien, ¿y los menores de edad que también consumen drogas? ¿O acaso vamos a creer que los menores y adolescentes no consumen? Los estudios, y la simple mirada de la realidad, indican que la edad de inicio baja cada día más.
De manera que menores que consuman cannabis tendrán que seguir procurándose la sustancia en el mercado ilegal. O en el mercado oficial pero recurriendo a algún funcionario público proclive a la coima (los uruguayos podrán ser menos corruptos que otros pueblos, pero son tan humanos como nosotros).
Un tercer aspecto no menos importante que los anteriores en orden a desmitificar el modelo uruguayo. El estado proveerá hasta 40 gramos de marihuana por mes por consumidor. Podrá parecer mucho, pero indudablemente hay muchos consumidores que con eso no tienen más que para parte del mes.
Como ocurre con el salario, muchos no van a “llegar a fin de mes”. Entonces, aquellos que necesitan más de 40 gramos mensuales (por caso, quien fuma dos “porros” diarios excede holgadamente la cifra) ¿habremos de suponer que como ciudadanos ejemplares se abstendrán de consumir la última semana o los últimos diez días hasta que se les habilite la cuenta correspondiente al mes siguiente?
Es posible, pero también lo es que busquen la droga cuyo cupo ya consumieron, acudiendo al narco más cercano.
De manera que pese a que se tomen los aparentes recaudos que impone el parlamento uruguayo, ese modelo no acabará con el narcotráfico. O terminará legalizando todas las drogas, lo que siguiendo la lógica “mugiqueana” sería lo más razonable, o lo que único que logrará será colocar al Estado como un narco más, pero con el escudo nacional en sus búnkers.
El drama de fondo pasa por un Estado que claudica en procurar la virtud de sus ciudadanos (procurar, no imponer) y termina siendo solo capaz de administrar sus vicios y degradaciones.
“Enseña Fédor Dostoievsky que el secreto de la existencia humana no sólo está en vivir, sino también en saber para qué se vive. Elevar a la masa hasta convertirla en pueblo, transformar a los sumergidos en emergidos –proceso más bien cultural que social- no depende de un sistema económico o de una forma de gobierno sino, inescindiblemente, de lo que llamamos el sentido de la vida.
Y la vida cobra sentido cuando la apartamos de la búsqueda egoísta del placer y le otorgamos la dimensión de un servicio.” (Alejandro Pandra, Origen y destino de la patria).
Esa falta de sentido de trascendencia de la propia existencia explica, acaso, el fenomenal aumento del consumo de estupefacientes propio de la posmodernidad. Múgica parece apostar sólo a un estado que administre dosis de “soma” que garanticen “un mundo feliz” como en la novela de Huxley.
Por Pablo Yurman, abogado, docente de las Facultades de Derecho, UNR y UCA