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Una lección de San Juan Pablo II

John Paul II and Mehmet Ali Agca – es

© ARTURO MARI / OSSERVATORE ROMANO / AFP

ITALY, Rome : Pope John Paul II (L) greets Mehmet Ali Agca at Rebibbia prison on December 27, 1983 in Rome. Agca attempted to kill pope John Paul II on May 13, 1981. He was arrested and has spent nearly three decades in prison for his crime.<br /> AFP PHOTO/OSSERVATORE ROMANO/ARTURO MARI

Aleteia Team - publicado el 02/05/14

¿Perdonar al enemigo? Él nos mostró que es posible

El domingo 27 de abril fueron canonizados dos grandes hombres, dos magníficos pastores de la Iglesia católica, Juan XXIII y Juan Pablo II. Éste nos es más familiar para los bolivianos porque tuvo la gentileza de venir, conocer nuestra tierra y compartir de cerca; algunos tuvieron el privilegio de estrechar su mano. Me voy a referir a una de las lecciones de Juan Pablo II, muy oportuna, que nos toca directamente porque, aunque sabemos que nos hace daño, nos resistimos a cambiarla por otra más positiva.

El 13 de mayo de 1981 el joven turco Mehmet Ali Agca, pagado por no sé por quién, intentó asesinarlo en la Plaza de San Pedro de la Ciudad del Vaticano. Todo estaba calculado al milímetro. El francotirador se había preparado para no fallar a escasos metros del blanco. Pero falló y Agca continúa preguntándose por qué y no encuentra una respuesta humana coherente para su frustración. La bala asesina no llegó a dañarle partes vitales de su organismo aunque le dejó algunas secuelas que le fueron, poco a poco, disminuyendo las fuerzas. El frustrado asesino fue condenado a cadena perpetua en una cárcel de Roma, donde el Santo Pontífice fue a visitarlo para decirle que le perdonaba. Aparte de ello ¿cuál habrá sido el diálogo? No lo sabemos; es un secreto que Juan Pablo II llevó consigo y no lo escribió ni reveló a nadie porque forma parte del secreto del sacramento de la confesión.

Esta es la específica lección que debemos rescatar: Perdonar por más dolorosa que sea la emoción que se siente cuando se recibe alguna de esas contradicciones de las que está entretejida nuestra existencia. Perdonar, como decisión personal, no solo una vez sino, setenta veces siete (Mt 18, 22). Y eso que parece una hipérbole no termina ahí: “Amen a sus enemigos… sin esperar nada a cambio” (Lc 6, 35). Claro, Juan Pablo II era el principal pastor de la Iglesia y debía dar ejemplo, replican algunos; pero no dejaba de ser hombre, con todas las debilidades humanas. Era una situación límite. Ese día su vida estuvo a un paso de la muerte, pero supo perdonar y ese perdón fue para Agca una semilla de conversión; ahora desde Turquía invita al pueblo musulmán a reconocer a Jesús como el Redentor.

Por si fuera poco, durante su vida sacerdotal y como Sumo Pontífice, Juan Pablo II sufrió innumerables muestras de desprecio. Rusia le había cerrado las puertas pero Gorbachov lo reconoció como el más grande humanista del siglo XX. A pesar de todos los obstáculos no se amedrentó y continuó predicando a favor de la paz, pidiendo a los jóvenes que abran de par en par las puertas del corazón, seguros de que el perdón y el amor son la llave de la felicidad.

Hay momentos en que nos resulta muy difícil perdonar aún los más pequeños desdenes. Es que cuando nos sentimos heridos somos incapaces de razonar y aceptar que aquello que consideramos una ofensa pueda ser simplemente producto de la debilidad humana pero nuestro ego desearía devolver multiplicado el sentimiento de rabia, decepción, frustración y todos esos sentimientos encontrados que nos quitan el sueño y la posibilidad de ser felices. Esa tensión emocional no nos permite analizar, poner los pies en la tierra y entender la traición de Judas, las negaciones de Pedro, la cobardía de Pilato, menos aún la ingratitud de las personas más queridas.

Nunca antes hemos vivido episodios tan crueles como durante el siglo pasado y en lo que va del presente, como si el odio fuera el mejor instrumento para la conquista del poder. Los pestilentes discursos diarios vacían ponzoña en los corazones de los menos precavidos que vitorean al dragón apocalíptico, cuya retórica es solo una apología de la venganza y, para mayor desencanto, las víctimas somos todos.

Artículo publicado originalmente por Iglesia Viva 

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Juan Pablo II
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