Quienes convivieron con él destacan su carácter fuerte, y al mismo tiempo su libertad interiorPara comprender la santidad de Juan Pablo II no hay nada mejor que las anécdotas de su vida ordinaria. Hemos recogido algunas de entre quienes le conocieron.
Un santo se mide en los detalles de la vida ordinaria. Por este motivo, las anécdotas de la vida privada de Juan Pablo II son particularmente elocuentes. Hablan de una enorme libertad de espíritu, anclada en el amor de Dios.
Juan Pablo II, como todo ser humano, tenía sus límites o incluso defectos, no era un ángel sino un hombre. Su camino de santidad consistió en lograr que no fueran un obstáculo en relación con Dios y con los hombres y mujeres que encontró en el camino de su vida.
Monseñor Slawomir Oder, sacerdote encargado de promover la causa de canonización de Karol Wojtyla, recuerda lo que sucedió cuando un periódico se hizo con fotos del Papa en traje de baño, lanzándose a la piscina de Castel Gandolfo.
Cuando la noticia llegó a colaboradores del Papa, cundió el pánico: “¡Una foto del Santo Padre en bañador!”. Parecía que la Iglesia tendría que afrontar una crisis de comunicación.
Cuando le informaron, Karol Wojtyla comentó, como si se tratara de lo más normal del mundo: “¿De verdad? ¿Y dónde lo podré ver publicado?”.
“Y es que le daba igual”, comenta monseñor Oder. Lo que parecía algo gravísimo, pasó como algo totalmente normal, que no afectaba ni a la vida ni a la misión del Santo Padre. La supuesta crisis nunca se dio, agracias a la naturalidad del Papa.
A quien le pregunta si Juan Pablo II tenía defectos, monseñor Slawomir Oder, sacerdote encargado de promover la causa de canonización de Karol Wojtyla, responde: “Imagino que sí, como todos. Algunos dicen que era demasiado transparente“.
Impulsivo
El Papa era de carácter impulsivo. Lo recuerda monseñor Oder, poniendo un ejemplo de cuando Wojtyla era arzobispo de Cracovia.
Las autoridades le plantearon el problema de un sacerdote que coleccionaba multas por su desastrosa manera de conducir el coche.
“Le llamó, le regañó amablemente y le pidió que dejase allí su carnet de conducir —recuerda monseñor Oder—. Pero, cuando aquel pobre sacerdote abandonó arrepentido el despacho, Wojtyla reflexionó: ‘¿y cómo llegará este hombre a todas las parroquias que tiene que atender?’. Así que enseguida le hizo volver y le entregó de nuevo su carnet”.
Joaquín Navarro-Valls cuenta con frecuencia los comentarios que le hacía Juan Pablo II, cuando recibía ataques en artículos de periódicos.
El Papa le decía que pensara en el periodista, que tendría que dar de comer a su familia, a quien el director del periódico le imponía esa posición editorial.
Juan Pablo II tenía buen sentido del humor. El mismo Navarro-Valls cuenta una anécdota divertida.
Un día, recién llegado del hospital Gemelli, donde había sido intervenido a causa de una rotura de fémur, recibió a un obispo. El prelado no dejó de elogiar el buen aspecto que mostraba el Papa: “¿sabe que le digo? El hospital le ha sentado muy bien. Está incluso mejor que antes de ingresar en el Gemelli”.
El Papa le miró fijamente con pillería para contestarle: “Entonces, ¿por qué no ingresa usted también en el hospital?”.
Era sin duda testarudo para alcanzar sus objetivos. En su última celebración del Corpus Domini, que presidió en 2004, el Papa ya no podía andar. Los organizadores fijaron la silla a un camión para que así pudiera seguir la procesión tras la Eucaristía.
Durante la procesión Juan Pablo II se dirigió a uno de los maestros de ceremonias y le preguntó si podía arrodillarse. Con delicadeza, éste le explicó que era demasiado arriesgado, dado que el recorrido era bastante accidentado y eso menguaba la estabilidad del vehículo. Pasados unos minutos el Papa repitió: “Quiero arrodillarme”.
Como le explicaron que no era prudente, insistió: “Ahí está Jesús. Por favor”: Dado que no era posible contradecirlo, los dos maestros de ceremonias lo ayudaron a arrodillarse en el reclinatorio.
Pero no logró sostenerse con las piernas. El Papa hizo todos los esfuerzos de los que era capaz su cuerpo, pero no lo logró.
Monseñor Oder recuerda que un sacerdote de Estados Unidos que se encontraba por Roma se disponía a rezar en una parroquia de la capital italiana cuando al entrar en ella se encontró con un mendigo.
Pasó de largo pero le iba dando vueltas a la cara de esa persona hasta que se dio cuenta de que le conocía, que hace años habían sido compañeros en el seminario y que se ordenaron el mismo día.
Volvió hacía él, le saludó y le preguntó qué le había ocurrido. Éste le dijo que había perdido su vocación y la fe.
Al día siguiente este sacerdote estadounidense participaba en un encuentro privado con Juan Pablo II y, cuando le tocó el turno para saludarle, no pudo dejar de contarle lo que le había ocurrido en la víspera.
El Papa se preocupó por la situación, e invitó a este sacerdote a que acudiera al Vaticano junto con el mendigo, a cenar ambos con él.
Tras proporcionarle ropa limpia y aseo ambos acudieron al encuentro con el Santo Padre hasta que en un momento tras la cena, el ahora santo pidió al sacerdote que les dejara solos.
Entonces pidió al mendigo que le confesara. Éste se quedó estupefacto y le dijo que ya no era sacerdote. “Una vez que eres sacerdote, eres sacerdote para siempre”, le contestó el Papa.
El mendigo insistió: “estoy privado de mi derecho a ser sacerdote”. Juan Pablo II le contestó que él era Obispo de Roma y “me puedo encargar de eso”.
Finalmente, el mendigo confesó al Papa y viceversa. Al salir de ese encuentro, el Santo Padre le envió a la parroquia en la que pedía limosna, y le nombró vicario y encargado de la atención a los mendigos.