Es un reto seguir haciendo de la misa la “fuente y culmen de la vida cristiana”, pero empezando por los cimientos, no por la fachada
Lo escuchaba estos días pasados de Semana Santa, viendo en las calles a jóvenes portando las imágenes en las procesiones del sur. “Es impresionante verlos tan emocionados; pero a misa no hay quien le haga ir”. Y con eso parecían conformarse, pues “por lo menos, van y algo bueno se les pegará”. Es estrofa repetida frecuentemente.
La misma inquietud, pero respuesta distinta, es la de párrocos y responsables pastorales que ven cómo se vacían de jóvenes los templos en las misas dominicales. Se las ven y se las desean haciendo “misas atractivas”, como las llaman ahora; organizando “coros y corales”, “haciendo misas de jóvenes”, con formatos viejos; y hasta “el pino, a veces, si hiciera falta”, me decía un cura veterano, que se confesaba con la imaginación agotada para hacer que los jóvenes de su barrio asistieran a misa dominical.
En algún lugar también he oído recientemente que los jóvenes que van a misa, lo hacen cuando se celebra en su colegio. En muchos de los centros concertados, en donde los agentes de pastoral trabajan con ahínco y tesón, dicen encontrarse bien en las celebraciones.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando, por ejemplo, en el Triduo Pascual, el colegio está cerrado por vacaciones? Pues nada, que no pasa nada, según ellos; “las misas del colegio molan, pero las de la parroquia aburren”. Y así un día y otro. Los jóvenes en tierra de nadie, los que viven en la gran España rural, con muy pocas posibilidades de elegir templo, tendrán que aguantarse.
“¡Algo hay que hacer; algo tenemos que hacer!”, repetía desesperado un buen cura ya entrado en años, que se conforma echando la nostalgia a volar y recordando aquellos Cursillos de Cristiandad, aquellos campamentos veraniegos, aquellos clubes juveniles, aquellos cine fórums, aquellos días…, siempre aquellos días.
Cuando la nostalgia invade el alma, el futuro aparece más incierto y la imaginación se atrofia con tanto sueño en sepia que impide ver el cuadro luminoso del mañana.
Pero hay quienes osan (perdonen mi atrevimiento, que no es acusación, sino constatación) echar mano del barroquismo liturgista, que no litúrgico, que tanto atrae a muchos jóvenes de hoy en día con ese perfil barroco y líquido. Y, como locos, sacan de los museos capas pluviales, dalmáticas, vieja indumentaria con olor a naftalina, envuelta en el olor del incienso.
Buena voluntad hay, no cabe ninguna duda, pero falta la pregunta fundamental: ¿qué es la Misa, y por qué, para qué? Es un reto para toda la Iglesia en estos tiempos de week-end, de desplazamientos, de comunidades heterogéneas. Es un reto seguir haciendo de la misa la “fuente y culmen de la vida cristiana”, pero empezando por los cimientos, no por la fachada. “Si hay que ir, se va; pero ir por ir…”. Y no hay forma de ir dejando el lastre de un cristianismo sociológico, y dar el paso a un cristianismo de seguimiento.
Artículo publicado originalmente por Vida Nueva