No fue un papa de transición, como muchos han dicho: fue un papa de cambio
Tras cerca de dos intensas décadas, la Iglesia católica experimentó una especial orfandad tras la muerte, en Castelgandolfo, el 9 de octubre de 1958, del Papa Pío XII. No se trataba de que su muerte hubiera supuesto ninguna sorpresa, habida cuenta de su edad (82 años y medio) y su salud, ya muy resentida. Pero lo cierto es que se percibía una cierta sensación de necesidad de cambio y, a la vez, la duda sobre su rumbo y sobre quién podría ser la persona lo encarnase. Pío XII había sido un magnífico Papa, un “pastor angélico” en tiempos desangelados, pero el cambio llamaba, tímidamente, eso sí, a las puertas de la Iglesia.
El cónclave del otoño de 1958 se presentaba así como especialmente abierto. Sin uno o varios candidatos claros. Y, sobre todo, con la impresión de que lo se trataba era de elegir a un Papa de transición, a alguien que abriera caminos, que otros, después, habrían de seguir, roturar y definir.
Desde el primer momento de aquel otoño de 1958, muchas miradas se posaron en el entonces ya anciano y venerable patriarca de Venecia. Sus casi 77 años eran, a la par, una ventaja y un inconveniente. Todos sabían de sus extraordinarias cualidades humanas, religiosas y pastorales. Se echaba en falta, quizás, su inexperiencia curial y se dudada -¡qué cosas, con lo que luego sobrevino!- de su carisma. Además, constaba que él no quería ser Papa… y que se las ingeniaba como podía para proponer a otros.
Y en estas, se llegó a la undécima votación. Por fin, la fumata blanca anunció a la orbe y al orbe que había nuevo Papa y que este era Angelo Giuseppe Roncalli, el patriarca de Venecia. Tomó el nombre de Juan. Y se pensó: “¡Claro: lo ha entendido bien, va a ser como Juan el Bautista, va a ser un precursor, un Papa de transición!”. Y todos, hasta el mismo Papa Juan se equivocaron.
Juan XXIII no fue un Papa de transición. Juan XXIII fue el Papa del cambio. De un cambio, ya para siempre. Y lo fue no solo –ya habría sido más que suficiente- con la convocatoria del Concilio Vaticano II y el sello que le imprimió-, sino que también lo fue con su estilo, con su talante, con su carisma.
Juan XXIII quería una Iglesia abierta de par en par. Y Juan XXIII quería -él lo fue en primera persona- unos eclesiásticos que fueran, ante todo, servidores y hermanos, sin pedestales, ni oropeles ni rigidices, con bondad, con misericordia, con amor y con paz.
Quien estaba llamado a ser un Papa transición, cambió la Iglesia y el pontificado romano. Y reescribió la historia. Y desde entonces, Iglesia, pontificado romano y hasta humanidad, siguen teniendo en él a un referente gozosa y dichosamente inexcusable.