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Cristo ha hecho florecer nuestra vida

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/04/14

Jesús dijo su última palabra descorriendo la piedra del sepulcro, Jesús abrió el camino de la vida, nos enseñó que aquí sólo estamos de paso

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La resurrección de Jesús nos abre el camino de la vida y nos muestra que la muerte no es el punto final. Porque el final de nuestra vida es la resurrección y es lo que le da sentido a nuestra existencia.

Me impresionan los cementerios civiles sin cruces, sin alusiones a la vida. Sólo lápidas encerradas sobre la tierra. Piedras frías que no permiten aspirar al cielo. Me impresionan tantas personas que no pueden respirar ante la oscura muerte de sus seres queridos. Porque no abren ni un resquicio a la esperanza, a la vida.

Jesús muere a manos de los hombres. Jesús experimenta el dolor, el sufrimiento, el abandono, la soledad. Jesús sufre como todos nosotros. Jesús acaba muriendo lleno de heridas. Aquel que sólo hizo el bien en su vida murió como un delincuente. Muchas veces la justicia humana no es la de Dios. Hoy escuchamos: «Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».

Pasó haciendo el bien, pero su amor no despertó sino el deseo de darle muerte. Jesús no entraba en los moldes de los que veían sus obras. Escapaba a todos los esquemas. ¿Qué hacer con sus palabras tan molestas? Mejor eliminar sus pasos por esta tierra, mejor matarlo: «Lo mataron colgándolo de un madero».

Su muerte sería así su última palabra. Su vida podía separar, dividir, confundir. Podía poner en peligro el poder establecido. Era mejor callado para siempre que diciendo palabras que revolucionaran la tierra. Pero no fue la muerte la que tuvo la última palabra: «Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado» Hechos 10, 34a. 37-43.

Jesús dijo su última palabra descorriendo la piedra del sepulcro. Jesús abrió el camino de la vida. Nos enseñó que aquí sólo estamos de paso. Nos abrió a la misericordia de un Dios bueno que nos abraza. Que nos quiere en nuestra pobreza y nos busca para que vivamos una vida plena. La vida fue su última palabra.

Los discípulos corrieron, vieron y creyeron: «Asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos» Juan 20, 1-9.

Los discípulos habían visto vivo a Jesús. Habían visto su amor, su angustia, su poder y su impotencia. Habían visto su abandono, su condena y su muerte. Lo habían visto entregar su vida, expirar el último aliento de vida.

Ahora corren hasta el sepulcro pensando encontrar un cadáver. Pero no lo vieron. Sólo vieron el sudario, la tumba abierta, el sepulcro vacío. No vieron y creyeron. No vieron su cuerpo, ese mismo cuerpo que los fariseos temían que podía ser robado: «Los jefes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a ver a Pilatos y le dijeron: – Señor, recordamos que aquel embustero, cuando vivía, dijo que al cabo de tres días iba a resucitar. Por eso, manda asegurar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan de noche sus discípulos, roben el cuerpo y después digan a la gente que ha resucitado. En este caso, la última mentira sería peor que la primera».

Los judíos temían el engaño. Temían el robo. Tal vez también lo temían los propios discípulos, sus amigos. Iniciaron un camino, recorrieron un largo trecho. Comenzaron en la noche y llegaron a la luz.

La Vigilia Pascual nos hace recorrer ese mismo camino

desde la oscuridad hasta la luz. Comenzamos de noche, perdidos, desorientados. Buscamos algo de luz. Decía San Juan de la Cruz: «De noche iremos, que para encontrar la fuente sólo la sed nos alumbra. ¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre aunque es de noche! Su claridad nunca es oscurecida y sé que toda la luz de ella es venida. Esta eterna fuente está escondida en este Vivo Pan por darnos vida. Esta viva fuente que deseo en este Pan de Vida yo la veo, aunque es de noche». Vamos de noche en la oscuridad del corazón que ha perdido temporalmente el sentido de la vida. Vamos corriendo desde la noche a la vida.

¡Cuántas personas viven sin luz! Comenzamos en tiniebla. Siempre hay pequeñas velas encendidas que nos muestran el camino. Luces apenas insuficientes para iluminar todo el camino, pero bastantes como para alumbrar unos pocos pasos. Los próximos.

Vamos corriendo como los discípulos: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: – Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro».

Ellos corrieron con miedo, con certezas y preguntas, en medio de la noche. Son las carreras al sepulcro que marcan el domingo de resurrección. Buscan en la oscuridad, como nosotros tantas veces. Buscamos y anhelamos la luz que nos alumbre, el fuego que nos encienda el alma.

Siempre pienso que María sería la primera persona a la que Jesús se aparecería resucitado. Ni María Magdalena, ni Juan, ni Pedro. Pienso en su madre. Ella, que estuvo acompañando sus pasos en el via crucis, estaría en la primera estación del via lucis, el camino de la luz, de la resurrección.

Todo el camino a la cruz era un camino de amor que llevaba a la vida, a la eternidad, al corazón del Padre.

Aquellos que habían sido testigos de su vida, de su muerte y de su resurrección no podían callarse.  «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios» Colosenses 3, 1-4.

Los discípulos corren hoy al sepulcro, sedientos, anhelando la vida. Los discípulos han soñado con otro final distinto a la muerte. Llegan al sepulcro, buscando la fuente, porque tienen sed.

La ausencia del cadáver es la señal esperada. Cristo vive. Tiene la fuente que nos da el agua que necesitamos. La Vigilia pascual es el paso de la muerte a la vida, de la sed a la fuente. Bendecimos el agua que nos colma.

Porque todos, como la mujer samaritana, tenemos sed. Sed de una vida eterna. Cristo resucita. Rompe la roca que cierra la vida y surge el agua. Aparta esos sudarios sin esperanza. Hace brotar la vida de la muerte. De aquel sepulcro seco y muerto brota el agua de una vida nueva.

Jesús nos salva. Nos levanta. Tenemos sed y somos saciados. Recibiendo el agua de su costado abierto, recuperamos la vida. Un surtidor de agua brota en nuestro interior hasta la vida eterna. Es lo que anhelamos, una vida nueva.

Que esta agua haga brotar vida de nuestro corazón que es un desierto. El agua del bautismo, el agua que nos convierta, el agua que nos limpie y purifique. Somos fuente, somos mar, somos río. Lo somos porque Cristo ha cambiado nuestro corazón y lo ha hecho navegable, lo ha transformado en fuente de vida nueva, de agua viva. Ha acabado con la sequedad. Ha hecho florecer nuestra vida.

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