La Fe llega por el camino de la humildad intelectual
En una ocasión, conversando con un profesor universitario que no tenía fe pero estaba en eso que ahora llaman “en búsqueda”, me hizo esta pregunta: “He leído en algún sitio que Jesucristo no vino a quitar el hambre ni a elevar el nivel cultural de los pueblos ni a establecer un determinado sistema de gobierno. Si no vino para esto, ¿para qué vino?” Mi respuesta fue, más o menos, esta: “Jesucristo vino, sobre todo, para manifestarnos el rostro verdadero de Dios y para que, cuando tú y yo cerremos los ojos a este mundo, no nos muramos sino que nos durmamos para despertar un día y vivir para siempre. ¿Te parece poco?”
Este suceso ha venido a mi memoria debido a que hoy los cristianos de todo el mundo celebramos la Resurrección de Jesucristo. Nosotros, en efecto, no terminamos la Semana Santa el Viernes por la tarde, cuando bajan de la Cruz a Jesús y le dan sepultura. La terminamos al amanecer del domingo, cuando Cristo sale vivo del sepulcro, después de haber quitado a la muerte ser la última palabra. Si siguiéramos a un muerto y a un vencido por sus enemigos, seríamos unos pobres hombres.
Ya lo dijo san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe”. La única salida lógica sería esta: “Comamos, bebamos y disfrutemos todo lo que podamos, que vivimos cuatro días”. Sin embargo, san Pablo reacciona con viveza y dice: “Pero no, Jesucristo ha resucitado de entre los muertos”. Más aún, ha resucitado como “primicia de los que duermen”. Que es lo mismo que decir: “Si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos”.
Esta creencia se apoya en la roca firme de la transmisión de la fe a través de la cadena de testigos que se inició con los Apóstoles y se ha ido transmitiendo de boca en boca generación tras generación. Las catacumbas de Roma conservan todavía algunos restos gráficos en los que aparece patente la fe en la Resurrección. Además, cuando nació el cristianismo, el mundo grecorromano llamaba “necrópolis” al lugar donde se enterraban a los difuntos. Necrópolis, como todos sabemos significa “ciudad de los muertos”. Los cristianos cambiaron pronto ese nombre por el de cementerio, que significa “dormitorio”. La razón no es otra que su creencia en que el difunto no está muerto de modo definitivo sino transitorio. Y así como despierta cada mañana, también despertará definitivamente la mañana del fin del mundo. Pero con una ventaja, que ese despertar será eterno, para siempre.
Quizás alguno se pregunte: ¿No será la resurrección un invento de los apóstoles, que luego se ha ido transmitiendo como una bola de nieve que se inicia en la cumbre y baja por la pendiente cada vez más acelerada y cada vez más grande?
Durante décadas este fue el argumento de muchos ateos o agnósticos. Pero a estas alturas, ya no se toma en serio la objeción. Para ese “invento” se necesitaba mucho más talento, mucho más valor y mucha más audacia que lo que los Apóstoles tenían. Por otra parte, los primeros enemigos de la resurrección fueron ellos. Baste pensar que, cuando vino la Magdalena anunciándoles que Jesús estaba vivo y que ella lo había encontrado, lo tomaron como “cosas de mujeres”. Fue necesario que ellos mismos le viesen y tocasen y comiesen con él.
Si esto es tan claro, ¿por qué hay mucha gente que no lo admite? Yo no encuentro mejor respuesta que los Evangelios. ¿No vieron los dirigentes del pueblo judío los milagros de Jesús, por ejemplo, que había resucitado a Lázaro y curado al ciego de nacimiento? Sin embargo, le rechazaron y crucificaron. Fue el pueblo sencillo, las almas descomplicadas y humildes, quienes le creyeron y se hicieron discípulos suyos. Es cuestión de fe. Pero estemos atentos, porque la fe llega por el camino de la humildad intelectual, no por el de la soberbia autosuficiente.
+ Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos