Sigue con Aleteia el viacrucis con el Papa Francisco desde el Coliseo
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad, jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo, Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado por la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en aquellas horas de tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su candor. No sólo para aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de compasión. Y mueren de soledad.
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ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.