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Semana Santa, la fiesta de la gratuidad

Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/04/14

Amar hasta el extremo, dar hasta que duela, servir sin esperar nada a cambio es una forma nueva de vivir

La pobreza más dolorosa es la que es impuesta. La que no se elige, aquella por la que no se opta. La pobreza es una ausencia de un bien, una carencia de lo que nos llena, de lo que sacia los deseos.

Jesús fue pobre, se hizo pobre por elección. Lo podía todo y se hizo impotente. Estaba colmado en su amor y se hizo mendigo de amor. Se rebajó a la condición de hombre, sometido al desprecio, al dolor, al tiempo, a la muerte, a los límites. Se hizo pobre y su pobreza nos ha enriquecido a todos.

Decía el Papa Francisco: «Cuando Jesús nos invita a tomar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con esta “rica pobreza” y “pobre riqueza” suyas, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano Primogénito».

La pobreza de Cristo es la del hijo que confía, que se entrega, que se abandona. Por eso Jesús nos invita a optar por la pobreza, a ser pobres de Dios, hijos dóciles en sus manos, mendigos de su amor.

Continúa el Papa Francisco: «Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo. La miseria no coincide con la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza».

Ser miserables no es ser pobres. El mísero no conoce el don de la confianza, ni ha abrazado un amor sin medida, no ha probado la misericordia. Ser pobres es optar por vivir en las manos de Dios, dejar nuestra vida anclada en su corazón de Padre, vivir descalzos, sin pretensiones, sin derechos.

Vivir la Semana Santa nos exige recorrer el camino de la pobreza y contemplar al Pastor que está dispuesto a dar la vida, a romperse, a partirse, a dejarse atravesar. Es el hombre que está dispuesto a dejarse hacer por otros hombres.

El mismo Dios que se deja hacer por el hombre. ¡Qué paradoja! Cuando es Dios el que nos hace a nosotros, el que nos modela y nos salva. Se puso en nuestras manos, suplicó nuestro amor, y el corazón del hombre no creyó, no encontró posible ese amor tan grande. Sintió que era mentira, desconfió.

El hombre no vio a Dios oculto en un hombre, no vio en sus milagros el poder del amor, no creyó que sus palabras podían ser un camino, no pudo aceptar un amor tan grande que no conocía las fronteras.

Por eso quisieron matar a Jesús. Porque su amor incomodaba, y sus palabras y sus gestos. Porque cuando nos acomodamos queremos eliminar al que nos quiere quitar las seguridades. Porque no queremos seguir un camino que nos parece imposible, porque no nos dejamos amar sin merecerlo y que alguien quiera dar su vida por nosotros nos resulta inaceptable, inhumano. El hombre conoció a Jesús pero no encontró en Él a Dios pobre, oculto y humillado.

Él llega, pasa, para amarme hasta el extremo. Para buscarme. Para dejarse hacer. Para hacerme de nuevo. Quisiéramos decirle que somos frágiles, que tenemos miedo como Pedro. Pedro era fuerte, tenía valor, amaba hondamente y quería seguir a Jesús.

Pero Jesús lo retuvo, porque no estaba preparado: «Adonde yo voy no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde. Pedro replicó: – Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti. Jesús le contestó: – ¿Con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces».

Pedro desconoce sus límites, su debilidad, su cobardía. Cree que él sólo cambiará el mundo. Cree que su amor es más fuerte que el odio y que la muerte. Por eso desenvaina su espada. Tiene poder. No conoce los límites. No acepta que le pongan límites. Desafía el poder de los otros.


Como nosotros que, como Pedro, estamos tantas veces dispuestos a llegar hasta el final. Creemos que podemos ser siempre fieles y luego fallamos. Lo acabamos negando, o tomamos otro camino, eligiendo sin elegir.

Lo bonito de Pedro es que ama y está dispuesto a todo. Es esa declaración ingenua y valiente. Dios se derrite ante nosotros cuando le decimos que le amamos con las palabras de Pedro. Le conmueven nuestras expresiones de un amor que quiere ser pleno, eterno. ¡Qué importante es decirle a Jesús como Pedro que le amamos, que estamos dispuestos a dar la vida por Él!

No importa que luego fallemos, es parte del camino de maduración, de nuestro crecimiento. Pero el valor de nuestro sí es muy grande. Pedro no sabía qué hacer cuando quieren prender a Jesús. Nos identificamos con él. Tal vez también nosotros, como él, temeríamos caer dormidos cuando nos pidiera rezar, o decir que no le conocíamos cuando nos preguntaran si somos de sus discípulos.

Sí, nos identificamos con Pedro. Como él diremos que no sabemos quién es, que no sabemos de qué hablan, cambiaremos nuestro acento, nuestros gustos, nuestros principios. Escaparemos lavándonos las manos y eso que decíamos que le amábamos.

Lloraremos después, al comprobar nuestra debilidad y ver lo lejos que estamos del ideal soñado, de aquellos gestos de amor cuando le decíamos seguros que le acompañaríamos hasta la muerte. Y Jesús, como a Pedro, nos dirá que no estamos preparados. Porque sigue siendo verdad, queremos acompañarle, aunque resulte que no estamos todavía preparados.

En esta Semana Santa queremos estar con Él, aunque nuestra debilidad nos lleve a dormirnos, aunque no comprendamos sus palabras. Sólo en su cruz nuestra cruz tiene un sentido.

Queremos abrazarlo en la cruz, sostenerlo junto a María cuando caiga al suelo, cargar un poco como Simón de Cirene esa cruz pesada que lo tira al suelo. Sí, queremos estar con Él, porque Él lo hace todo nuevo, porque carga con nuestra vida llevándola a lo alto de una cumbre, porque no se cansa de amar, subiendo la cuesta.

Aunque no sepamos bien cómo ser fieles. Por eso levantamos la mirada hacia Él, como lo hizo Pedro, sorprendido de sus dudas. Llenos de preguntas, deseosos de amar. Pedro quería seguir a Jesús, quería dar la vida por su maestro, quería llenar siempre las redes de peces, quería que la noche diera su fruto, quería descansar en aquel monte que colmaba sus sueños.

Sí, Pedro no quería traicionar sus sueños ante el primer desengaño. Como nosotros que también soñamos alto y esperamos todo de la vida. Por eso prometemos que no lo vamos a dejar cuando las cosas vayan mal, que siempre vamos a ser fieles.

Pero luego comprobamos que la vida es dura, que no podemos juzgar a nadie porque todos somos frágiles. Que no podemos poner el peso en nuestra fuerza, en nuestra voluntad. Queremos ser pobres confiados. Queremos recorrer el camino de Pedro que nos hace más conscientes de lo que somos capaces. Queremos aprender de nuestras negaciones para decirle al final al Señor: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes cuánto te quiero».

Por eso la Semana Santa es el momento de optar por el amor verdadero, el amor que no pasa nunca. Es la semana para elegir seguirle y optar por Él. En medio de los hombres elegimos, optamos por Él. Ya no podemos seguir igual que siempre.

Queremos aprender a amar como Jesús. Porque sólo el amor que se entrega, que se da, que busca la felicidad de los otros, su bien, su paz, es un amor que nos permite crecer. Ese amor heroico es el que deseamos, el amor que carga con la cruz, ese amor que bendice al mundo.

Es el amor de Jesús cargando con la cruz, entregando su cuerpo y su sangre. Es el amor de Jesús que se anonada y lava los pies a los suyos. El que se humilla no tiene ya nada que perder, porque lo ha entregado todo.


Amar hasta el extremo, dar hasta que duela, servir sin esperar nada a cambio. Es una forma nueva de vivir. Estamos acostumbrados a que nos sirvan, a buscar los primeros lugares, a esperar agradecimiento por lo que hacemos.

Cargar con la cruz es un acto de entrega, de amor. El amor que sirve sin buscar amor a cambio. En la vida amamos y queremos que nos amen. Damos la vida y esperamos recuperarla. Invertimos nuestro tiempo y queremos obtener beneficios. No conocemos la gratuidad.

La Semana Santa es la fiesta de la gratuidad. El pan que se parte, la sangre derramada, las manos que lavan los pies cansados, la cruz que nos salva, el costado abierto por el que nos llega la vida.

La cena pascual es la antesala de la entrega total de Jesús. Poco después, arrodillado en Getsemaní, aceptará el cáliz que ha de beber. Un gesto oculto en una noche de olivos. Un gesto solitario, lleno de audacia. Un gesto de un corazón partido, roto, con miedo. El miedo a perder la vida, al dolor de la ausencia, miedo a los planes que nos sorprenden siempre de nuevo.

Jesús en Getsemaní nos recuerda que nuestro sí cambia el mundo, cambia los corazones, cambia nuestra propia vida. Decir que sí es el gesto más pleno, más libre y más auténtico que puede hacer el hombre. Queremos decirle que sí a Dios.

Decía el Padre Kentenich: «La nobleza del ser humano reside en la libertad que se entrega siempre, por libre elección y voluntad, a los deseos del Amor Eterno, incluso a los mínimos. Y reside en su colaboración en la obra de redención del Amor Eterno, por libre elección y voluntad»[1].

Sí a su voluntad, a su camino, a sus más leves deseos. Sí a su amor crucificado, a sus caricias a veces dolorosas, a su paso pausado por el camino de la vida. Sí como lo hizo María en Nazaret, en Belén, en Galilea, en el Calvario. Sí cada día, como el primer día, cuando el amor era un fuego que encendía los corazones.

Sí cuando la tentación es decir que no, o que más tarde lo haremos, cuando las circunstancias sean favorables. Sí en la tormenta, en la cruz, en el dolor. Sí a tantas cosas que nos pesan.


[1] J. Kentenich,
Kentenich Reader Tomo III, Texto tomado semana de acción de gracias, crónica 1939-45

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