Sigue con Aleteia el viacrucis con el Papa Francisco desde el Coliseo
«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la espada; oprimido por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los moribundos, los enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza: «Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la poda de la vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el parto. Pero sabe que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor, precisamente por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído, pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer la congoja que el temor por el mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis. Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del «siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración intensa, nace precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba. Por la fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.
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ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.