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Juan XXIII y el Concilio Vaticano II: Esta es mi respuesta, ¡aire fresco!

Jean XXIII – es

© CPP

Aleteia Team - publicado el 17/04/14

Sus últimas palabras antes de morir: "quiero morir pobre como nací"

Preparación del Concilio Vaticano II

Al ocurrírsele la idea del concilio y convocarlo pos­teriormente, llovieron las críticas de muchos persona­jes, incluidos eminentes cardenales de la curia romana. Muchos objetaban su edad avanzada, otros su audacia al atreverse con un concilio de tal envergadura y com­plicación. El les razonaba y razonaba sin lograr convencer a aquellos «profetas de calamidades», como motejaba a esos pesimistas. Cansado de razonamientos inútiles, un día, rodeado de estos profetas de calamidades, se bajó de su trono, decidido, y rápidamente se dirigió a una ventana abriéndola de par en par con decisión y coraje, mientras excla­ma entre jubiloso e indignado: –Esta es mi respuesta respecto del concilio: «¡Aria fresca!» (Aire fresco para la Iglesia).
La preparación del concilio duró tres años. Empezó al año siguiente de su elección, 1959. El papa Juan estaba entusiasmado con la idea. Estudios, encuestas, consultas y, sobre todo, oración, mucha ora­ción por su éxito en toda la cristiandad. Todo le parecía poco al papa para llevarlo a feliz término. Su secretario de Estado, el cardenal Tardini, asom­brado de la imponente preparación y de los temas a tra­tar, le dijo un día: -Santidad, con todo ese bagaje de asuntos a tratar, yo creo que el concilio no se podrá inaugurar en 1963, como pensábamos. El papa Juan, muy tranquilo y confiando siempre en Dios más que en los humanos, le contestó con sereni­dad: “Bien, eminencia, si no se puede abrir en 1963, lo abriremos antes, en 1962”. Se calló el cardenal Tardini ante aquella falta de lógica del papa, porque pensaba que de aquel hombre se podía esperar cualquier genialidad. Y así fue: se abrió el 11 de octubre de 1962.

El papa del Concilio

Al final de la prime­ra sesión del concilio, un obispo francés habló con Juan XXIII sobre el discurso de apertura y le decía el papa: -“La verdad es que en el discurso de apertura que dirigí a los obispos al empezar el concilio, yo no había visto tantas cosas como luego, estudiándolo, encontra­ban los obispos. Sin embargo, ahora, cuando lo releo, también yo las encuentro”. Y remataba su confidencia con esta confesión de fe profunda: -“Se ve que el Espíritu santo es más listo que todos nosotros”
Juan XXIII se esforzó, durante el concilio y antes de él, en mejorar las relaciones de la Iglesia católica con las otras Iglesias, recibiendo la visita del prima­do anglicano y de los dirigentes de otras muchas confesiones cristianas, y crean­do un Secretariado para la Unión de los Cristianos que, durante el concilio, fue elevado al nivel del resto de las comisiones. Publicó nueve encíclicas, la más famosa de la cuales fue la última, Pacem in Terris, que firmó el día de Jueves Santo de 1963 y que estaba dirigida no sólo a los obispos, clero y fieles católicos, sino a todos los hombres de buena volun­tad, y expresaba su enorme preocupación por la paz, siempre relacionada con la doctrina social de la Iglesia, ya tratada por el buen papa Juan en la encíclica Mater et Magistra de 1961.
El papa Juan no quiso presidir las sesiones del concilio para dejar más libres a los obispos. Les decía a los obispos de Canadá: -“¿Os habríais sentido libres estando yo allí?, ¿ha­bríais aplaudido al presidente cuando cortó la palabra al cardenal Ottaviani?, ¿no habríais estado mirándome a mí a ver qué cara ponía?”. Los padres conciliares ahondaban en el misterio de la Iglesia, trataban de ofrecer una exposición amplia, profunda, rigurosa y luminosa. A distancia les iluminaba. En una audiencia a gente sencilla dijo: -“¿Qué es la Iglesia? La Iglesia es como una fuente en la plaza del pueblo, para que todo el mundo que lo desee encuentre agua fresca”.


La Iglesia que quiso el Concilio

Cada día se ve más claro que la clave de interpretación de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) es la Cons­titución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et Spes). La Iglesia que quiso el Concilio no es la Iglesia encerrada en sí misma, en sus problemas, en su organización, en sus intereses y en sus normas, sino la Iglesia que dialoga con el mundo, con la sociedad y con la cultura de nuestro tiempo. Así es como se presenta: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tris­tezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su co­razón… La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1). Aquí está la clave para entender todo lo que el Concilio quiso decir sobre la Iglesia. Ella tiene que ser, antes que nin­guna otra cosa, la comunidad de seres humanos que se sienten verdaderamente solidarios de los gozos y de las tristezas de todas las personas, especialmente de quienes peor lo pasan en la vida.

Una enfermedad dolorosa

Aquejado de una enfermedad dolorosa, vivió con redoblada intensidad sus últimos meses de pontificado y, cuando se despidió de los fieles para prepararse espiritualmente para Pentecostés, lo hizo también para una muerte que le llegó el 3 de junio de 1963.
Siempre tuvo a gala el haberse desposado con la Hermana Pobreza, como el “Poverello” de Asís, del que era tan devoto. A su hermano Saverio le había escrito una larga carta como jefe de la familia Roncalli, el 3 de diciembre de 1961. Terminaba así, refiriéndose a la pobreza: “Este es y será uno de los más hermosos títulos del papa Juan y de la familia Roncalli. A mi muerte se me podrá hacer el mismo elogio que tanto honró a san Pío X: “Nació pobre, murió pobre”. Siguiendo esta línea de amor a la pobreza, al morir contaba con 200.000 liras (unos 120 euros) que le parecían muchas. Le dijo a su fiel secretario, don Loris Capodevilla: “Devuélvelas, don Loris, quiero morir pobre como nací”. El mundo entero lloró la muerte del “buen Papa Juan” y todos supimos que no tardaría en llegar a los altares.


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