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Ramos, alegría efímera pero necesaria

Gente con palmas

© Iglesia en Valladolid

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/04/14

Hay una alegría propia de este domingo, una alegría tal vez prematura pero verdadera, una alegría apegada a la tierra pero con vocación de eternidad

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Comienza la Semana Santa. Entrar en Jerusalén. Llegar al templo. No hay paz. En el templo no hay paz. Jesús se escandaliza por tanto ruido, por la falta de respeto. Se indigna. Dolor, pena, desolación. El hombre no reza, no busca la paz. Nosotros tampoco rezamos. No hay silencio en el corazón. No callamos. Falta paz.

A veces reina la violencia y la oscuridad, no hay luz. Mercaderes gritando en nuestro interior. Voces cruzadas. Monedas. Becerros de oro. Nuestro templo está lleno de ruidos, falta Dios. Es poco profundo, falta el agua. No surgen las melodías del alma.

Jesús tiene rabia, dolor, pena. Jesús quisiera que el corazón fuera templo suyo. Templo de paz. Llevamos viviendo con prisa toda la Cuaresma. Tampoco ahora nos detenemos.

Empezamos en el desierto acompañando a Jesús. Subimos al Tabor siguiendo sus pasos. Bebimos del pozo que tiene agua verdadera. Recuperamos la vista uniéndonos a un ciego de nacimiento. Descansamos con vida y paz en Betania. Ha sido un largo camino. Pasados tantos días, nos asusta pensar que seguimos sin convertirnos.

Necesitamos despojarnos del hombre viejo. Pero no basta sólo con despojarnos. Decía el Padre José Kentenich: «Ciertos educadores entienden las palabras despojaos del hombre viejo como si la educación consistiera únicamente en un continuo despojo. En dicha cita paulina se dice también revestíos del hombre nuevo. La principal tarea de la educación consiste en el revestirse»[1].

Lo importante es revestirnos de Cristo, no sólo despojarnos de lo viejo. Nuestra tarea es revestirnos del hombre nuevo. Porque no somos nuevos. Es difícil cambiar, empezar un nuevo camino. Nuestra alma no tiene paz. Está vieja, dormida.

Nos queremos despojar de muchas cosas. Pero sobre todo queremos revestirnos de Dios. Las cosas pueden ser distintas. Podemos cambiar. A veces pensamos que no y nos falta la fe. Vemos los resultados y recordamos los propósitos que tomamos. Puede que no resulten y nos cuesta ver los cambios. Tanto en nosotros como en los demás. ¿Han cambiado las personas a las que queremos? ¿Hemos crecido?

Hace falta una mirada positiva, una mirada que busque en lo escondido y venza los prejuicios, para poder ver los cambios. A veces los prejuicios son más fuertes. ¿De qué nos hemos despojado? ¿De qué nos hemos revestido?

Jesús sube la cuesta que lleva a las murallas de Jerusalén. Es Pascua. Jesús, desde niño, ha ido con sus padres y después con sus discípulos a celebrar la Pascua a Jerusalén. Es la ciudad santa. Este año sabe que se expone. Sabe que lo buscan, que lo persiguen.

Su muerte ya está decidida por las autoridades religiosas judías. Buscan la mentira, la noche. Quieren matarlo porque amó y el hombre no estaba preparado para tanto amor. Porque rompió sus esquemas. Porque habló de Dios y el hombre prefirió su imagen de Dios que a Dios mismo. Porque un Dios frágil y vulnerable no podía ser verdaderamente Dios.

Jesús sube a Jerusalén. Como tantas veces, aunque hoy es distinto y Él lo sabe. No busca la muerte pero no la rehúye. Hace lo que piensa que su Padre le pide. A la vista de todos, sin ocultarse, sin dejar de hacer lo que tiene que hacer. Mira Jerusalén, su ciudad, su lugar amado. Sus padres, desde niño, le hablaron del templo. ¡Cuánto habrá orado allí! ¡Cuántos recuerdos al mirar las murallas! ¡Cuántos salmos que hablan con nostalgia de Jerusalén! Él los recitaría cada día. Hablan de que llegará el Mesías. Ahora llega y no lo ven. En su corazón hay tristeza y paz. La paz que da saber que uno está en su lugar, haciendo lo que tiene que hacer. Y triste porque no le comprenden.

Humanamente ha fracasado. Caminó a nuestro lado, se dejó el corazón, amó y vivió con intensidad. Ahora camina por encima de los mantos de la gente, por encima de ramos de olivo, y entra entre aclamaciones en Jerusalén. Lo hace subido en un pollino, un burro.

Entra en Jerusalén, atraviesa sus murallas. Cantos de júbilo. Comienza la Pascua. Jesús es aclamado como rey. Entra como un rey pobre el que va a ser crucificado: «Mira a tu Rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila».

 Jesús, hoy, se deja alabar igual que luego se dejará prender. Su pobreza nos desconcierta: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos». Un rey pobre que va a morir.

Comenta Benedicto XVI: «Es un Rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y de la sencillez, un rey de los pobres»[2]. No es un rey poderoso. No es un rey lleno de joyas y tesoros. No trae un séquito de soldados que lo protejan. No busca vencer a nadie, llega vencido. Pero es rey.

Reivindica su derecho de rey. Pero no se apoya en la fuerza ni en la violencia: «Su poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador»[3]. Ante ese rey pobre, los hombres, sus discípulos y muchos otros, tiran a sus pies sus mantos. Lo están entronizando como rey de acuerdo a la tradición de la realeza davídica.

El pueblo judío quiere la liberación, la paz definitiva. Los que habían venido a Jerusalén como peregrinos se entusiasman con el entusiasmo de los discípulos. Son ellos los que lo aclaman como rey.

El corazón se vuelve hacia el que puede traer la liberación definitiva: «La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: – ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!». Mateo 21, 1-11.

Originalmente el grito «Hosanna» era una expresión de súplica: «ayúdanos». Con el tiempo se convirtió en expresión de alegría. Veían en Él la salvación, la esperanza. La multitud que en la entrada de Jerusalén aclama a Jesús no será la misma que luego pida su crucifixión.

Por eso los habitantes de Jerusalén se preguntarán sorprendidos: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: – ¿Quién es éste? La gente que venía con él decía: – Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea». Había muchas personas perdidas, sin luz, sin esperanza.

Como también hoy abundan personas que viven sin esperanza. Hay mucha injusticia. Muchos ven en Jesús al que puede acabar con el dolor que provoca la injusticia. Jesús es el Salvador y el hombre necesita que lo salven aquí y ahora. No queremos retrasar la salvación hasta la vida eterna. El hombre quiere la justicia y la paz ahora mismo. Por eso lo aclaman con ramos de olivo, ramos de gloria y victoria.

Nosotros también queremos ese triunfo de Cristo en el mundo. Lo queremos ahora, en nuestra vida. Queremos una Iglesia triunfal, vencedora sobre los poderes del mundo. Nos impresionan los grandes logros de Dios a través de sus santos a lo largo de la historia. Las grandes fundaciones, los grandes templos, los éxitos pastorales.

Las estadísticas y los números nos emocionan. Y nos entristece ver que disminuyen las vocaciones o que la Iglesia no tiene hoy tanto poder. Nos asusta el aparente fracaso de Dios, su silencio. Nos da pena ver que el hombre no ama a Dios, no busca su luz, no descansa en su amor.

El éxito del Domingo de ramos se torna silencio a lo largo de la Semana Santa.

Las aclamaciones como rey se convirtieron en gritos de desprecio. Los peregrinos que lo aclaman a la entrada de Jerusalén acabarán guardando silencio. Otros pedirán su muerte. Cuando el poder de Jesús no impresiona, no vence, somos nosotros los que nos asustamos. Tememos el fracaso, el abandono, la muerte.

Jesús entra con sus discípulos, aclamado por tantos que ven en Él la liberación y la salvación. Hay una alegría propia de este domingo. Es una alegría tal vez prematura pero verdadera. Jesús la acoge con paz. Es una alegría apegada a la tierra pero con vocación de eternidad.

El Padre José Kentenich decía: «Alegría es el reposo de la apetencia en la posesión de un bien. El amor descansa en la posesión de lo que ama, en el gozo y fruición de lo adquirido y alcanzado»[4]. La alegría de ese día es la posesión de un bien. La alegría de poder ver y tocar al Mesías, al Salvador. Es la posesión de la felicidad que pasa, porque es efímera, pero también muy necesaria.


[1] J. Kentenich,
Kentenich Reader, Tomo III

[2] Joseph Ratzinger, Benedicto XVI,
Jesús de Nazaret, de la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, 14
[3] Joseph Ratzinger, Benedicto XVI,
Jesús de Nazaret, de la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, 15
[4] J. Kentenich,
Familia, Reino de María, Retiro de Federación de Matrimonios, 31. 05 – 04. 06. 1950

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