En él se cumplió lo que el papa Francisco nos está pidiendo hoy: salir, ir a las periferias existenciales y geográficas para anunciar el evangelio
Dicen que algunos indios del litoral paulista llamaban a José Anchieta el padre que volaba, por la agilidad con la que se desplazaba de aquí para allá.
En la entrada de La Laguna, la imagen de un caminante nos sorprende a todos los que circulamos por la zona. Es san José de Anchieta.
La escultura tiene unos pies enormes, símbolos de las enormes caminatas que realizó el que llegó a ser apóstol de Brasil.
Misionero y catequista, pedagogo, poeta, conocedor y transmisor de las lenguas y las costumbres de los indígenas, experto en cuestiones de naturaleza y en los secretos de las hierbas medicinales, buen diplomático en momentos de singular trascendencia, fundador de grandes ciudades…
Dijo de Anchieta san Juan Pablo II:
“Joven, lleno de vida, inteligente, alegre por naturaleza, de corazón abierto y amado por todos, brillante en los estudios de la universidad de Coimbra, José de Anchieta supo granjearse la simpatía de sus colegas, que gustaban de oírle recitar. Por causa de su timbre de voz, le llamaban el ‘canariño’, recordando así el cántico de los pájaros de su isla natal, Tenerife, en las Canarias”.
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