Enterrar a los muertos no sólo es una lección de humanidad, es una lección de quiénes somos
Enterrar a los muertos no es una determinación que provenga de la cultura. Hay algo inscrito muy dentro de los costados, muy donde no se sabe, pero muy adentro, que nos dicta el amargo servicio de enterrar a aquellos a quienes amamos mientras les tuvimos cerca. Le pasó a Antígona con su hermano y le pasa los padres de Marta del Castillo.
Todavía recuerdo las palabras amargas del familiar de aquella joven española que murió en las Torres Gemelas y que, incluso tres años después del 11S, aún esperaba la llamada de su hija. A ella no pudo despedirla, porque se evaporó y no hubo cadáver que guardar bajo tierra. El desvanecimiento de un ser querido es impensable para el hombre, insufrible como una herida perpetuamente abierta.
Los huesos, la piel, cada uno de los órganos, el pelo, el olor, los gestos, el color de los ojos, la zancada (que es estrictamente peculiar en cada uno), la mirada, el tono de voz, la manera de dolerse, la textura de las manos, los hoyuelos de la cara, los dedos de los pies, la semilla generosa de los lunares, todo eso también “fue” la persona a quien quisimos.
Nadie ama un alma separada de su propio cuerpo. Nadie separa cuando ama, el hombre no sabe diseccionar. Somos como los niños, que juntamos las cosas y las vemos de una pieza, como cirujanos somos una calamidad.
Eso que tenemos entre los costados, muy adentro, nos regala la intuición de que ese alma de la persona querida era insustituible sin ese cuerpo. Que se lo digan a la madre de Marta, que se lo digan a los padres que han perdido sus hijos en circunstancias dramáticas (porque ya sólo el morirse antes que los padres es un drama).
Enterrar a los muertos no sólo es una lección de humanidad, es una lección de quiénes somos.
Artículo publicado en adiciones