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Tres amores especiales de Jesús

Jesus with his disciples – es

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 06/04/14

De nadie afirma el Evangelio lo que afirma de esa familia: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro»

Todo comienza hoy con una pregunta, con un deseo: «En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo: – Señor, tu amigo está enfermo». Su amigo, sí, aquel a quien quería, el que formaba parte de su corazón, estaba enfermo.

De nadie afirma el Evangelio lo que afirma de esa familia: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Jesús amaba a los tres. Los amaba de forma especial. A cada hermano lo quiere por lo que es, con cada uno tiene una intimidad distinta. Una historia distinta. Descansa en cada uno de una forma diferente.

Los nombra. Marta, la que sirve, la que acoge, en la que reposa su corazón. María, la que está, la que espera, la que reposa en Él y le dedica todo su tiempo. Lázaro, su amigo. El amigo que permanece cuando tantos amigos han huido. Su hogar, Betania.

Era un amor de amistad, un amor profundo, hondo, un amor de lágrimas: «Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó: – ¿Dónde lo habéis enterrado?». Es cálido el amor de Jesús. Es un amor profundo.

Jesús ama desde la cruz, Jesús ama en Nazaret, Jesús ama en su familia, con sus discípulos, con sus amigos. Jesús amaba en lo concreto, en la vida cotidiana. Jesús disfrutaba de ese amor y por eso Betania era para Él un lugar de descanso. Porque cuando uno ama se encuentra en paz con la persona amada.

Jesús, en Betania, volvió a tener un hogar. Desde Galilea, Jesús había sido el peregrino, el caminante. Añoraría su hogar, Nazaret, el tener siempre donde volver, alguien amado que te espera, que te abraza, que te quita el calzado y te da de comer, que le importa tu día y cómo estás.

Ahora, paradójicamente, estos días antes de su pasión, en Jerusalén, muy cerca, en el Monte de los Olivos, Jesús vuelve a tener un hogar. Una familia. Amigos.

La amistad es uno de los amores más desinteresados. El amigo sólo da y no pide. Siempre está cuando lo necesitas y no reclama derechos. Nuestro corazón se ensancha con los amigos, respira.

Esos días Jesús tendría miedo, tristeza, anhelos, preocupación por los suyos, muchas preguntas también, su corazón amaba, y ya se acercaba el extremo de ese amor. Se acercaba la hora. ¡Cuánto necesitaba descansar en otros! En su Padre sobre todo, en los suyos.

El Padre le regaló Betania. El lugar donde siempre puede ir sin avisar. Donde le reciben sin pedirle nada. Donde compartir la cena hablando de mil cosas. Compartiría el dolor y las cosas pequeñas. Se reirían juntos. Es la alegría de estar con los que amas y te aman. No hay que decir nada especial, basta con estar.

Allí Jesús reposaba su cansancio y cogía fuerzas cada día para volver a Jerusalén. Allí, Jesús era amado en lo que era. No le pedían milagros, ni le juzgaban, allí siempre tenía su lugar. Siempre era esperado. Seguramente sabían la comida que más le gustaba, el lugar del jardín preferido, o el sitio donde se solía sentar. Era una fiesta su llegada.

Hoy vemos las lágrimas de Jesús en Betania: llora, solloza, se conmueve. Pero seguro que en Betania hubo muchas risas, muchos abrazos y caricias, muchos momentos de paz y encuentro. Muchas conversaciones y comidas. Muchos momentos de sosiego, de paz, de descanso.

Jesús amaba a Marta y Marta se sabía profundamente amada. La amaba como aquella mujer que lo daba todo. La conocía en lo más profundo de su corazón generoso y abnegado. Marta hacía del servicio a la vida de los otros un camino de vida.


Marta pone en primer plano a María. Sabe cuánto necesita ella a Jesús y por eso la busca para que esté con Él: «Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: – El Maestro está ahí y te llama».

Jesús ama a Marta por su amor servicial en el silencio. Sabe de la pureza de su corazón en el que no hay envidias ni celos. Sabe que es capaz de negarse a sí misma por amor y ponerse en un segundo plano para que otros puedan estar en un primer plano. Sabe pasar desapercibida sin temer el olvido.

Una persona decía: «Pensaba en el querer pasar desapercibida. Pero, si paso desapercibida, ¿cómo voy a llegar a más gente? Y si no paso desapercibida, ¿no caigo en el orgullo? ¿Cómo salir sin querer que me vean? ¿Cómo pasar desapercibida sin que me importe? He visto que mi servir siempre será desde la oración profunda, desde el silencio».

Pasar desapercibidos a veces nos cuesta. Porque queremos servir pero que nos tomen en cuenta. Estamos dispuestos a ser generosos, pero que lo vean. Nos gusta dar la vida por la misión, pero luego nos importa ser recordados.

Amar en el silencio, morir y ser olvidados, nos parece demasiado heroico. Dar la vida para que sea otro el que esté en primer plano y se lleve los honores. Estar oculto en el éxito de otro, escondido en su fama. Amar de forma totalmente desinteresada, sin esperar nada a cambio. Así era Marta.

Y Jesús amaba su gran generosidad. Amaba su sinceridad y su autenticidad. Amaba su sencillez y su fe. Jesús viene y Marta sale a su encuentro. Podría esperar dentro, pero no aguanta. Marta no se queda en la casa, sale en cuanto se entera que Jesús está cerca.

Nosotros tenemos que salir de nuestra casa, de nuestro corazón, salir a encontrarnos con Jesús. Si no lo hacemos, no se da el encuentro. Si Marta se hubiese quedado dentro, su corazón no habría sido tocado y lo que hablaron entre ellos no la habría sostenido más tarde en los momentos difíciles.

El diálogo es precioso. Lleno de intimidad y confianza, de amistad. Se mirarían con tristeza y con alegría. La complicidad de siempre. Por fin llegó. Tanto tiempo esperándolo.

Marta cree con una fe de niña. Es una fe en Jesús fuerte y firme: «Sí, Señor: yo creo». Marta cree y confía. Ella cree en ese hombre que le ha devuelto su dignidad. Ella lo ama desde su pobreza. Y por eso cree desde su pequeñez. Claro que hubiera deseado que las cosas hubieran sido diferentes: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».

Pero no hay reproches ni amargura, no hay quejas. Nosotros generalmente nos quejamos. Hacemos de la queja nuestro ideal de vida. Nos parece que siempre la vida puede ser mejor, más plena, más bella. Nada nos parece suficiente. Le pedimos a Dios que nos lo dé todo y no nos conformamos con una parte.

Marta, sin embargo, lo da todo y no espera nada. Bastaba con que hubiera llegado antes, unos días antes. Jesús había recibido el mensaje a tiempo, cuando Lázaro estaba enfermo. Hubieran bastado unas palabras en la distancia, como cuando curó a la hija de Jairo sin tener que entrar en su casa. Hubiera bastado con su presencia al lado de sus amigos. A lo mejor hubieran bastado sus palabras de ánimo, su abrazo al borde de la muerte, un beso de despedida a aquel al que tanto amaba.

Marta no duda de su poder pero hubiera querido que las cosas fueran de otra forma. Jesús podía haber curado a su hermano. O al menos podía haber estado a su lado en esos momentos tan difíciles. Por eso lo mandaron llamar. Necesitaban su amor, su cercanía, su abrazo. Necesitaban haber llorado juntos.


Sabía que para Jesús Lázaro era muy importante. Y para Lázaro Jesús era su hermano y su padre, su amigo. Formaba parte de su corazón. Entonces, ¿por qué no vino? ¿Por qué tardó tanto en llegar? «Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba».

Marta cree en el amor de Jesús, no duda de su poder. Pero es transparente. Está triste, su hermano ha muerto y Jesús no estuvo a su lado en los últimos momentos de vida. Tenemos que aprender a abrir nuestro corazón a Dios, a quejarnos, a reclamarle.

Marta, a pesar de que no llegó, cree en Él. Esa fe es impresionante. No se ha perdido en un día. No lo ama por el milagro ni deja de amarlo porque no llegó. Cree en Él antes del milagro. Cree porque sabe quién es y lo quiere.

Es una confesión impresionante: «Creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Muy pocas confesiones hay así en el Evangelio. La de Pedro, la de Tomás, la del centurión. Impresiona la fe de Marta. Esa fe y ese amor. Esta confesión no la hace después de la resurrección de Lázaro. Es antes. Con su hermano muerto y Jesús llegando tarde. Pero cree en Él. Lo ama mucho. Lo necesita. No le pide. Cree. Se fía. Sale a por Él dejando todo, sin esperar nada

¿Cómo no iba a amar Jesús a Marta? Marta cree. Cree en sus lágrimas: «Jesús se echó a llorar». Sabe cuánto lo quería mucho antes de su llanto. Pero ese llanto confirma lo que ya sabe. Conoce cómo los quería a los tres. Ella se sabe profundamente amada, no lo duda.

Su fe es una fe fuerte, firme, asentada en lo profundo de su corazón. Porque la fe está afirmada en el corazón: «Sé que resucitará en la resurrección del último día. Jesús le dice: – Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Sí, Marta cree porque se sabe amada.

Su hermano acaba de morir y el dolor no nubla su fe. Es una fe a prueba de cruces, de pérdidas, de fracasos. Es fácil tener fe cuando vemos, cuando nos va bien en la vida. Pero tener fe en medio de la oscuridad es algo distinto.

Muchas veces en nuestra vida nos gustaría que las cosas hubieran sido diferentes. Teníamos otros planes. Queríamos otros caminos. No esperábamos la muerte de los que amábamos y nos llega de repente, sin previo aviso. La muerte irrumpe y arrasa. Puede acabar con nuestra fe. ¡Cuántas personas dejan de creer en los momentos de cruz y de dolor! ¡Cuántas veces la pérdida ciega el corazón y le hace olvidar lo que ha vivido, lo que ha recibido, cuánto ha sido amado!

María también ama profundamente al Señor. Ha experimentado su amor personal. De rodillas, escuchando sus palabras, bebiendo todo lo que salía de su corazón. Lo busca, lo necesita. Ahora lo busca conmovida: «Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba Él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: – Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano».

María también cree en Jesús. Cree en su poder. Pero también ella piensa que todo hubiera sido distinto si hubiera llegado antes. Sin embargo, no duda de su amor. Se sabe profundamente amada. Ha experimentado su cercanía. Por eso salta y corre al saber que ha llegado.

¡Cómo esperaría su llegada! Hubiera deseado su compañía en el momento de angustia, durante la enfermedad de su hermano. Por eso

se lamenta de su ausencia y se alegra al mismo tiempo con su llegada.

También algunos judíos amigos pensaban lo mismo que María y lo expresan de esta forma: «Pero algunos dijeron: – Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?». Jesús había dado la vista a un ciego a quien no conocía. Y no había sido capaz de curar la enfermedad de alguien a quien amaba. Las paradojas de Dios. No lo comprendían.

A veces nosotros pensamos así. Miramos nuestra vida. Vemos otras vidas con sus milagros y nos cuesta aceptar que Jesús no haga milagros en nuestra propia vida. Dios no actúa como nosotros queremos. No se somete a nuestros deseos, no se adapta a nuestros planes y eso nos desconcierta.

Dice que nos ama, sabemos que nos ama y queremos que su amor se manifieste en milagros, en curaciones, en actos concretos que reconduzcan nuestra vida. Cuando Dios no actúa así, cuando su amor es silencio en nuestra vida, nos sentimos decepcionados. Pero no por eso puede desaparecer nuestro amor.

Hoy miramos a María. De ella aprendemos. Ella se mantiene fiel y sale corriendo al encuentro del Señor. No duda, quiere estar con Él. Lamenta su ausencia. No hay reproches ni quejas. No se rompe el lazo de amor que lo une con el Señor. Una persona rezaba: «Que pueda buscarte en medio de los ruidos y mi alma dispersa se deje dócilmente conducir hacia ti. Que sea mi desierto un puente colgante tendido por tu alma enamorada sobre el abismo de mi pequeñez y debilidad. Que encuentre el consuelo de las profundas grietas del pecado en mi corazón. Que calmes mis miedos que obstaculizan mi camino hacia ti. Que puedas consumirme con el fuego de tu amor y purificarme con el agua de tu verdad».

Así lo vivió María. No se alejó de Dios. Sin embargo, a veces nosotros en nuestra forma de amar no somos así. Reprochamos las ausencias, exigimos actos concretos, nos decepcionan las omisiones en el amor. Entonces no salimos corriendo al encuentro de aquel que no ha cumplido nuestras expectativas. Exigimos y nuestro amor está totalmente condicionado.

Jesús también amaba a Lázaro. Llora por él, solloza y se acerca. Hasta tres veces nos recuerda el evangelista su dolor: «Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús: – Quitad la losa. Marta, la hermana del muerto, le dice: – Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días. Jesús le dice: – ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la losa. Gritó con voz potente: – Lázaro, ven afuera. El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Y les dijo: -Desatadlo y dejadlo andar».

Jesús lo ama y lo llama a la vida. No conocemos ninguno de los encuentros que tuvieron en Betania. No sabemos de qué hablaron, no conservamos sus palabras. No sabemos qué pasó con Lázaro después de su resurrección. No sabemos en qué cambió la vida de aquel que había muerto y había vuelto a la vida. ¿Qué misión tendría que cumplir para la cual era tan importante su aporte? Nada nos ha dejado la historia. Sólo el silencio que a veces nos desconcierta. Eso es lo que quizás quiere Dios para que no nos quedemos en las anécdotas.

Guardamos lo importante. Lázaro amaba a Jesús. Jesús amaba a Lázaro. Es lo único relevante. Pero, ¿para qué resucitar a Lázaro si luego iba a morir de nuevo? La resurrección de Lázaro por sí misma manifiesta la gloria de Dios: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».

Resucita un muerto justo antes del domingo de ramos, en la antesala de su propia resurrección. Es la preparación para vivir lo que va a ser su muerte y resurrección. Este milagro lo va a hacer ya más sospechoso y provoca más revuelo entre los judíos.


Ese día en que Jesús resucitó a Lázaro se decidió la muerte de Jesús. El día de la vida se decidió la muerte. Curiosa esta decisión. Por envidia, porque muchos se admiraron, porque se les escapaba de su control: «Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en Él». Juan 11, 1-45. Ese día en que Jesús lloró, en que fue acogido en casa de Marta y María, ese día decidieron matarlo.

Jesús resucita a Lázaro. Y Lázaro va a poder acompañar a Jesús en su pasión y muerte. Además sería testigo de la presencia del Resucitado. Durante los días antes de su muerte Jesús iría todas las noches a Betania. Allí Lázaro lo acompañaría, junto a sus hermanas. Jesús necesitaba su amistad.

Necesitaba a Lázaro en esos días previos a su muerte. Sabía lo importante que sería su presencia para sus propias hermanas. Sí, Lázaro no podía morir tan pronto. Al mismo tiempo este milagro nos prepara para la resurrección de Jesús que sí será para la vida eterna. Nos promete la vida eterna, la vida verdadera.

El Señor renueva nuestro espíritu y nos crea de nuevo. Jesús devuelve la vida verdadera, la vida en el espíritu. Jesús nos da una vida nueva. Jesús nos salva y nos libera. En ocasiones hemos experimentado nuestros límites, nos hemos confrontado con nuestra muerte interior.

Jesús ha venido a nuestra losa y la ha descorrido. Ha gritado: «Ven afuera». Y nosotros hemos comenzado a caminar. Necesitamos dejar al hombre viejo y ser hombres nuevos. Volvemos el corazón a Jesús para rezar como lo hacía una persona: «Tú te paras y tocas la herida. Tocas mi herida que es sagrada. La acaricias y desde ahí la llenas de vida para otros. Tú le regalas al ciego tu mirada y le salvas. Perdona porque a veces no regalo mi mirada a quien está apartado. Sólo al que me interesa. Al que me da algo a cambio. Como si yo fuese alguien importante. Perdona porque no pierdo el tiempo con cualquiera. Como Tú».

Queremos que cambie nuestra vida. Queremos hacerla nueva. Sólo es posible cuando Jesús llega, se detiene ante nuestra piedra y nos invita a salir fuera. Sabe que ya olemos porque llevamos muertos un tiempo. Hemos dejado pasar los días. Seguramente también la Cuaresma. Y la vida nos ha consumido.

No giramos en torno a Dios, sino en torno a lo que nos interesa. Vivimos para nuestro bien, no para el bien de los hombres. No saltamos al oír que viene Jesús. Permanecemos envueltos en nuestros sudarios. Quietos, muertos.

El Evangelio nos habla de esperanza, de vida. La resurrección de Lázaro es una invitación a la vida, a dejar lo de siempre y emprender un nuevo camino. 

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