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Un agua que brota del corazón a la vida eterna

Fuente de agua

Christian Frausto Bernal / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 23/03/14

Los dos se miraron, los dos tenían sed, los dos tenían agua, los dos se fueron llenos

¿Quiénes somos en lo más hondo? ¿Cuál es nuestra verdad? Es la misma pregunta recurrente. ¿Quién era esa mujer samaritana tan herida y con sed? No sabemos su nombre.

Tal vez la mujer samaritana se encontraba sola. Había tenido cinco maridos y estaba sola. Pero esa mujer vio cómo cambiaba su vida cuando le pidieron ayuda: «La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente: – Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?».

Una mujer herida y débil pudo ayudar a ese hombre herido y necesitado. Él no tenía cubo. Su corazón de mujer era capaz de ver la verdad de Jesús.

Que nos pidan ayuda nos desconcierta y nos alegra al mismo tiempo. Pero a veces, escondidos y esclavos, pensamos que no nos hace falta nada y no queremos ayudar.

No nos acercamos al pozo con nuestro cubo para no exponernos a los que pidan ayuda. No queremos que nos compliquen la vida. Estamos muy bien como estamos. Que no sepan que tenemos agua. Así podemos descansar tranquilos y solos.

Jesús se encuentra con la mujer desde la verdad. Un encuentro que lo expone al escándalo: « ¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Los judíos no se trataban con los samaritanos, no hablaban con ellos, sentían desprecio.

Es bonita la capacidad de sorprenderse de la samaritana. Nosotros a veces la hemos perdido. Ella se sorprende. Conmueve la humildad de esta mujer que se asombra de que Jesús le dirija la palabra y le pida. Ella ve a Jesús, lo mismo que Jesús la ve a ella. Se encuentran. Se miran. Se piden y se dan. Se reconocen. Lo más bello es lo que no se dice. Lo que está entre líneas.

Era alrededor de mediodía. La hora importa, porque para ella fue la hora decisiva. Era la hora de la luz plena en la que no había oscuridad. Todo empezó porque alguien la miró y le pidió. Alguien al que no le importaba que fuese mujer, samaritana o pecadora.

Los dos se miraron. Los dos tenían sed. Los dos tenían agua. Los dos se fueron llenos. Se intercambiaron lo que tenían. Es un encuentro de mucha delicadeza por parte de Jesús, de mucho respeto.

Duró poco tiempo, pero fue suficente. Cambió su vida para siempre. Ella recordaría la hora exacta, la posición del sol, el juego de las palabras, las miradas, lo que se dijeron y lo que callaron, la comprensión, la esperanza. Ella bebió de su agua. Él calmó su sed en su pozo.

Conmueve este encuentro que hace la vida diferente. Jesús sale al encuentro, busca, habla.

Nosotros queremos dar de beber a Jesús. Queremos que Él nos dé de beber, que nos hable, que nos mire, que nos comprenda. Hay personas en nuestro camino que han sido ese Jesús y han propiciado encuentros al borde de un pozo.

En esos momentos teníamos sed. Tal vez hasta lo ignorábamos. Pero esos momentos cambiaron nuestra vida. Bebimos un agua nueva y ya nunca más pudimos dejar de beberla. A lo mejor no recordamos las palabras exactas. Pero sí la hora, el rostro, la mirada, ese momento eterno, siempre presente.

Jesús toma la iniciativa y nos busca. Quiere calmar nuestra sed. Nos necesita. Necesita agua, necesita nuestras manos. Nuestra vida limitada y pobre. Tiene sed y sabe que nosotros tenemos sed.

La samaritana cree porque se sabe acogida por ese judío: «Señor, veo que Tú eres un profeta». La mujer cree en Jesús. Tiene una mirada muy pura. Sencilla. Su vida no es ejemplo pero sus ojos son capaces de ver quién es Jesús.

La mujer samaritana cree sin milagro. Jesús tuvo que admirarse mucho de su pureza, de su alma niña, de su capacidad de asombrarse, de aceptar algo nuevo. Ella se fía. No duda. Y no sólo eso, sino que se convierte en testigo.


Algo hay en ella tan verdadero que los del pueblo, antes de ver a Jesús, ya creen por la palabra de esa mujer. Sólo por lo que ella les dice de Jesús.

Ella no cree porque Él haya sabido su pasado, todo lo que había hecho. Eso no es tan relevante. Lo relevante fue que se sintió acogida, respetada, aceptada en su condición. Jesús la conoce por dentro.

Lo que Jesús le dice no es agradable. Le dice que ha estado con varios maridos. Pero ella no se siente juzgada. Se siente acogida como es. Captada, comprendida. Reconoce a Jesús como el Mesías, no porque adivinase su vida anterior, sino porque se sintió amada en lo que era.

Jesús vio su sed. Eso es lo que vio en ella. Miró su anhelo de amor. Había ido de marido en marido pero no había reposado en el amor. Tenía mucha sed. De ese amor que no pasa, que no se rompe, que no se malgasta ni se tira, que no se usa.

Esa mirada de Jesús cambió la vida de la mujer para siempre. Le pidió agua y la miró. Sabía su nombre. Justo ella tenía el agua para aquel hombre, que lo sabía todo sobre ella y no la juzgaba. Entonces cree. Jesús le dice: «Créeme, mujer». Y ella cree.

Cree que es un hombre de Dios, un profeta, tal vez más grande que su padre Jacob, en quien tanto creían porque había construido ese pozo del que vivían. ¿Cómo no iban a creer en aquel que había hecho posible sus vidas en aquel lugar?

Y ahora comenzaba a creer en ese hombre que la había mirado sin rechazarla, había hablado con ella sin desprecio, había bebido de su agua sin considerarla impura. Sí, ese hombre era de Dios y ella creía.

Porque en pocas palabras había llegado a lo hondo del corazón. Porque sus miradas se habían encontrado en lo profundo. En ese diálogo se supo amada por Dios. Cree en el Mesías, porque el Mesías es quien le muestra el camino. Parece ser todo más sencillo. No es un lugar en el que hay que adorar a Dios. Es en lo profundo del corazón.

La samaritana quiere comenzar ese nuevo camino. Quiere que su vida sea modelada en las manos de Dios, como rezaba una persona: «Quiero ser Señor, arcilla entre tus manos. Mi guía, mi alfarero, quiero perderme entre tus brazos, mi dueño, mi todo, mi consuelo. Quiero que te quedes conmigo, compañero de camino, peregrino. Quiero, Señor, volar muy alto, llenarme de cielo, sentir el calor de tu presencia, saciarme con tus gotas de agua viva y consumirme en el fuego de tu infinito amor. En Dios me siento: como leña en el fuego, como el sol en días brillantes, como la frescura del amanecer, como las olas a merced del viento, como una niña en el regazo de su madre, confiada, pequeña, dócil. ¡Qué felicidad descansar en tus manos, Señor!». Podría haber rezado la samaritana haciendo suyas estas palabras. Ella, herida en el amor, había sido aceptada por amor.

Jesús tiene un agua distinta, calma la sed del alma para siempre: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva. El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed. El agua que Yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. La mujer le dice: – Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla».

No queremos volver a tener sed. La sed nos quita la fuerza para vivir. La lucha nos agota y nos falta agua. Tenemos sed. No estamos satisfechos con nada de lo que hacemos. Siempre queremos más. No queremos volver cada día al pozo. Queremos un pozo que no se agote nunca.

Jesús le promete que desde ella, desde lo que vive, desde su vida cotidiana,

desde lo que es en lo más hondo de su corazón, brotará un surtidor de agua hasta la vida eterna. Jesús se acerca a su vida, a su pueblo, a su pozo y le pide su agua.

No le dice que no vale, que Él le dará otra. Le pide lo que tiene porque tiene sed de su agua tal y como es. Entonces le dice que si conociera el don de Dios y bebiese del agua que Él tiene, brotaría vida verdadera.

Jesús rescata lo bueno que hay en ella. Cree en ella. Y nos dice que ya aquí, en esta tierra, en medio de nuestra vida, desde nuestra vida, desde lo que soy, Él pondrá una fuente que salte hasta la vida eterna. Que ya aquí empieza esa fuente que calma el corazón, que sacia el alma. Aunque hasta el cielo no será pleno.

Ya aquí, Él nos da su agua y hace que salte una fuente desde nosotros hasta la vida eterna. Y el que se acerque a nosotros, podrá beber. Si abrimos el corazón, si ahondamos. La plenitud de nuestra vida cristiana es llegar a hacer siempre lo que Dios quiere, para que brote agua. 

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