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La necesidad del “fitness” espiritual

hombre leyendo en una escalera

© Ed Yourdon

Josué Fonseca - publicado el 17/03/14

Damos mucha importancia al bienestar físico, pero ¿nuestro espíritu está "en forma"?

Es algo que sucede con bastante frecuencia. Alguien está hablando contigo acerca de su vida de fe, y, casi siempre el lamento es el mismo: “es que me cuesta encontrar tiempo para la oración”, o “es que me cuesta concentrarme, me despisto, no siento nada, no sé qué hacer…”.

Son cosas que parecen, en realidad, “pequeños problemas” típicos de una sociedad moderna y de una vida que parece diseñada precisamente para que estemos todo el santo día corriendo de un lado para otro, en la pura periferia de nuestro ser…

Pero en realidad no se trata de cosas de poca importancia y el acompañante, el confesor, o el director espiritual harían bien no zanjando el asunto con las meras palmaditas. O sea: “bueno, hombre (o mujer), ya sabes… lo importante es la intención. Haz lo que puedas…” etc.

Sí, está claro que lo que menos necesita la gente que acude a nosotros es que la culpabilicen más, pero las personas merecen lo mejor, y lo mejor en este caso es darle a su problema toda la importancia que merece.

¿Problema? Sí. Un gran problema. Por razones que serían complicadas de analizar, lo que podríamos llamar “estar en buena forma espiritual” de los cristianos es un aspecto del que apenas se habla. O se habla en términos muy vagos.

Y no es un problema abstracto, ni teológico, primordialmente. Se trata de una cuestión de supervivencia. Tal vez pueda explicarlo mejor con un ejemplo.

zzzImaginemos que acudo al médico de familia y le digo, “mire, doctor, me encuentro perfectamente de salud: hago vida normal y no tengo dolores. El único problema es que apenas me encuentro con fuerzas, cada vez soy menos capaz de hacer nada…”

Supongo que el médico me auscultaría y haría las preguntas rutinarias, hasta que llegara el tema de la alimentación, y entonces yo le dijera: “Oh, en eso bien, de hecho apenas como, así que no tengo problemas digestivos, ni nada…” “¿Cómo que no come?”, “Bueno, perdone, ¡soy un exagerado! En realidad sí que como: mire, ayer, sin ir más lejos, tomé un yogur desnatado por la mañana ¡y una galleta entera por la tarde!”…

Bueno, no hace falta seguir con este diálogo absurdo. Como resulta obvio, lo más probable es que el médico nos derivara a una consulta de psiquiatría lo antes posible, y ya está.

¿Y qué sucede con el alimento espiritual? “No es lo mismo”, podrían decir algunos…

¿No? Es muy conocida la famosa anécdota del cardenal Lercaro (uno de los más importantes Padres conciliares del Vaticano II) cuando en una reunión con con su clero de Bolonia en la que les instaba a cuidar la vida de oración personal, un cura joven le respondió: “Pero, padre, mire, ¿cuándo voy a encontrar media hora para hacer oración?” y se justificaba con un horario imposible, cargado de actividades desde pronto por la mañana hasta bien entrada la noche.

Bueno, se cuenta que el viejo y santo cardenal, con un sonrisa le contestó: “Pues sí, me has convencido: tú, con esa vida que llevas, no puedes dedicar media hora diaria a la oración: ¡necesitas una hora entera!” En otras palabras: ¿qué valor tienen todas las actividades que haces, si las haces desde ti, sólo desde tus opiniones, intenciones y… proyecciones.

Reunir citas sobre la importancia de la vida espiritual sería una tarea inútil. No ha habido santo u hombre de Dios que no haya insistido hasta la saciedad que ésta es la base de todo, de todo lo que somos, y de todo lo que podemos hacer por los demás.

Y, sin embargo ¿qué sucedería si hiciéramos una encuesta, no digo en una parroquia corriente al salir de misa un domingo, sino en un “Congreso de Nueva Evangelización” o en unas JMJ, o en cualquier otro foro de “gente comprometida”? ¿Qué media de tiempo diario dedicado al Señor, apartado en exclusiva para estar con Él, nos ofrecerían sus participantes?

Ahí reside uno de los problemas más grandes de la Iglesia actual. Ahí se encuentra el obstáculo principal a la Nueva Evangelización. Ahí. Solamente ahí.

Se me dirá que la vida de oración muchas veces no se traduce directamente en un equivalente proporcional de compromiso y santidad. Y es cierto. Puede incluso que hasta sea la causa del enorme desprestigio que la vida espiritual tuvo a partir de los años 60: aquellas personas “beatas” que se comían los santos en la iglesia y luego trataban con crueldad y dureza de corazón a sus semejantes…

El Padre Larrañaga, recientemente fallecido (y a quien desde estas páginas dedicamos un recuerdo lleno de cariño), lo explicaba muy bien en sus libros y retiros: es que hay una oración inauténtica, falsa, qué no busca al Totalmente Otro, sino a un dios empequeñecido que no es más a la postre que una proyección de nuestras pequeñas ilusiones y de nuestros pequeños miedos.

Pero el hecho de que haya personas bulímicas o anoréxicas no significa que alimentarse bien no sea necesario. El hecho de que para algunos la vida de oración sea un escape, o hasta un antídoto contra el compromiso, no significa que sin ella la vida cristiana auténtica no sea imposible. Y, permítasenos repetir con humildad: imposible. Imposible.

Un obispo que fue profesor mío, y al que tengo un gran cariño, nos decía una vez refiriéndose al comentario desafortunado de alguien con responsabilidad en la Iglesia: “cómo son  posibles … dichas palabras en alguien a quien se supone una vida de oración”. Sí: ¿cómo es posible pertenecer a un Consejo Parroquial, dirigir un Colegio católico o una Delegación de Caritas… o ser catequista de niños, de preparación a la Confirmación… o sacerdote, y vivir en una permanente anorexia espiritual?

Hace unos meses estuve viendo una conferencia del famoso Bill Hybells, en la que destacó una idea que me llamó la atención. La idea era más o menos: “tu estado espiritual, igual que tu forma física, son responsabilidad tuya: tú sabes perfectamente qué hacer para estar bien”. No, no es cosa de la “gracia” que ahora nos acerca a Dios y ahora nos “aleja” de él.

Eso es otro asunto: la vida espiritual tiene momentos de luz y de oscuridad, claro que sí, pero ambos pueden vivirse en un “buen estado” o “hechos una pena”, de la misma manera que no es lo mismo padecer un contratiempo de salud si uno está en buenas condiciones físicas, o no.

Es necesario el “fitness espiritual”. Si te cuesta orar, igual que si te cuesta comer, comienza a hacerlo sin ganas. Si no aguantas media hora, empieza con 10 minutos.

Les cuento un secreto, cuando estaba en la Universidad (¡aquella universidad de los 80!) pocos podían sospechar de que un hippy como yo, con los cabellos por el hombro y jerseys negros de lana, salía puntualmente entre clase y clase para estar tres o cuatro minutos con el Señor en los baños, y pedirle que me ayudara en aquel sitio, en el que no era fácil ser cristiano sin parecer un friki, ni ser aceptado sin traicionarse a uno mismo.

Me fue muy bien, por su pura Gracia.

¿Por qué no dedicar cuatro espacios de cinco minutos al día a parar, ponerse en contacto con Dios, que siempre está a nuestra escucha y decirle como Pedro: “Señor, tu sabes que te quiero…” ¿Por qué no llevar una aplicación en el móvil que nos permita escuchar la Biblia mientras conducimos, o vamos en autobús o en metro (hay un montón y casi todas gratis), en vez de escuchar “los 40”  o “kiss FM”? ¿Por qué no leer un libro cristiano, en vez de una novela que, como mucho, va sólo a entretenernos?

Cualquier deportista experimentado sabe que la clave del progreso no está tanto en la intensidad del esfuerzo, como en la repetición continua del mismo. Con el espíritu sucede igual: eres aquello de lo que te alimentas y el único responsable de ti mismo, amigo, eres tú.

Lo dice uno que, a fuerza de meter la pata, ha ido aprendiendo lentamente, como un burro. Pero algo bueno deben tener los pobres burros cuando el mismo Señor Jesús no tuvo reparos en entrar en uno en la gran Jerusalén.

¡Así que estamos de enhorabuena!

Por Josué Fonseca, artículo publicado en los Blogs de Religión en Libertad

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