No es posible encontrar la armonía total, no aquí en la tierra, donde el amor es siempre asimétrico
Los hombres vivimos oscilando de un lado para otro. Vamos de aquí para allá. Porque la vida es asimétrica, como el amor.
Comenta el Padre José Kentenich: «El ser humano es un ser pendular. Oscila perpetuamente de aquí para allá. Contemplen la vida como es y verán ciertas asimetrías. Probablemente a mí me vaya muy bien, mientras que a otro le va de mal en peor»[1].
Se podría decir que es injusta. No es posible encontrar ese equilibrio perfecto. La armonía total. La paz llena de vida. No aquí en la tierra.
El hombre busca el equilibrio. Hablamos siempre de esa paz de Nirvana en la que todo encaja. El hombre quiere alcanzar ese orden en el corazón que no se logra. Quiere amar y que le correspondan de la misma manera, cuando el amor, es bien sabido, es asimétrico. Amamos y no somos amados de la misma forma, con los mismos gestos, en la misma proporción.
La asimetría del amor nos educa y nos abre, experimentando la desproporción, al amor de Dios. Sólo así será posible entender ese amor que supera nuestra entrega tan limitada. Ese amor de Dios es necesariamente asimétrico. Nosotros apenas le amamos y Él nos ama con locura, de forma perfecta, sin límites.
Pero nosotros nos convertimos fácilmente en adalides del equilibrio perfecto y queremos que todo cuadre. Queremos que nos amen tanto cuanto amamos o que no nos amen tanto cuando nosotros no amamos. No aceptamos relaciones en las que nosotros ponemos más, en la que nos damos más, aunque el otro no se implique tanto.
Y, como no aceptamos el desequilibrio, es quizás por lo que no entendemos tampoco que Dios nos ame cuando nosotros lo despreciamos, nos busque cuando huimos, permanezca a nuestro lado cuando nosotros quisiéramos seguir nuestro camino. No nos lo acabamos de creer y pensamos que Dios es como nosotros y nos ama limitadamente.
Miramos nuestra vida y en ella hay desequilibrios constantes. ¿Cuál de nuestros amores es perfectamente simétrico? Ninguno.
En realidad el amor no se mide, no se cuantifica. Cuando caemos en esa actitud de contarlo todo, de llevar cuenta del bien y del mal, de medir hasta dónde podemos dar, entonces perdemos la paz.