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Espiritualidad
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La Cuaresma en la que me desintoxiqué de Twitter entre los monjes

Monasterio de El Escorial

Antonio Tajuelo

Aleteia Team - publicado el 12/03/14

Así vivió y narró su experiencia espiritual el popular twittero francés @vinvin

«Coge un hombre ultraconectado (ese soy yo), en la plenitud de la vida (41 años), quítale sus juguetes (iPhone, iPad, iPod, iMac), desconéctalo (Facebook, Twitter, blogs) y colócalo durante siete días en el silencio absoluto de una abadía cisterciense. Precisa que este hombre no cree en Dios desde que tenía 18 años. Obtienes angustias, sudores fríos, grandes cuestionamientos, y reflexiones sobre el sentido de la vida, la muerte y el paso del tiempo.

Empresario, tenía la cabeza llena, el disco duro sobrecargado, era como un hámster corriendo a pleno pulmón en su rueda. En la organización de mi tiempo, internet había superado a la televisión, la lectura, el cine y todas mis aficiones.

¿Necesitaba alimentarme de informaciones hasta el exceso? ¿Intercambiar con el otro? ¿Distraerme? Estaba conectado a las redes sociales más de cuatro horas al día. Cuando le decía a mi mujer que me gustaría “parar el reloj”, no se sorprendía; sonreía y me decía que lo intentara. Intentarlo para dejar de correr. ¿Pero correr hacia dónde?

Quería el silencio y la paz del espíritu, tecleé “abadía+trapense” en Google -que nunca falla-, visité unos quince sitios en internet y elegí la que me parecía más bella: la abadía de Sept-Fons, en la frontera entre el Allier, la Saône-et-Loire y la Nièvre. Google Maps me indicó 315 kilómetros. Bastante lejos para tomar distancia, bastante cerca para volver en caso de urgencia (precisaré que el miedo a la muerte me persigue como mi sombra y que paso más tiempo imaginando lo peor que disfrutando de lo mejor).

Al cabo de unos días, maleta en mano, llevado por el ritmo de los raíles, pensaba en mi padre fallecido repentinamente en agosto de 2008, a los 64 años. 64 años es joven para una persona mayor. Me pregunto qué diría si me viera ahí, de camino a un viaje interior un poco extraño, anacrónico y quizás superfluo.

¿Qué hago aquí?

El hermano hotelero es un hombre alto de mirada benevolente. Me enseña mi habitación, la número 20. Una cama sencilla, un lavabo con el grifo goteando, un armario y una mesa pequeña con una Biblia encima, esa es toda la comodidad que voy a disfrutar. La ducha está en el mismo piso, en algún lugar al fondo del pasillo, los servicios también.

Ya estoy aquí finalmente. En circunstancias normales, habría twiteado algo tipo “Impresión de volver a la mili, sin nadie en mi habitación y con el Espíritu Santo como cabo”. 91 caracteres para dar al mundo un camino intentando ser espiritual.

Twitter es un diario extime [íntimo, n.d.t.], introduce en la web el trayecto de tu existencia. Salir de Twitter es desaparecer de la memoria de los demás, un riesgo enorme cuando se teme la muerte…

Un acuerdo entre mi conciencia y yo

He traído mi iPhone. Lo sé, está mal. Si quiero, me puedo conectar. Pero no. Es el acuerdo entre mi conciencia y yo: no conectarme, no leer las noticias, no hacer trampa. Me autorizo el teléfono porque tengo hijos.

En el refectorio, tres mesas gigantescas en torno a las que podrían sentarse unos cincuenta. Sólo somos seis. Nadie habla, “es la regla”. La media de edad roza los 70 años. Sólo hay hombres, que imagino viudos y tristes. Me pregunto qué pensarán de mi presencia, si se interrogan sobre mí como yo me interrogo sobre ellos. Uno de ellos, sin duda más religioso, balbucea la bendición. Nos podemos sentar.

Como música de fondo, para la comida, los monjes nos ofrecen el Requiem de Mozart. La música clásica me hace llorar, es radical; me recuerda a mi abuelo, fallecido; a mi padre, fallecido, este linaje de melómanos sentados en su sillón, pensando en sus vidas con la mirada nostálgica.

Confutatis. Maledictis.

Desconectado. Estoy aislado en mis recuerdos, controlando mis emociones al mordisquear una manzana verde y su base de queso blanco. A mi lado, estos dos hombres son “sin techo”.

Me gustaría hablar con ellos, saber quiénes son. ¿Qué es esta regla? ¿Este silencio? Viviendo en el corazón de las redes sociales, desde hace años estoy ligado a los demás por el hilo del discurso y las palabras: el mutismo que se me impone es contra natura.

Durante los almuerzos, un monje asegura la lectura desde otra ala de la abadía. Su voz sale de cuatro altavoces, una voz venida de lo alto que nos muestra a “los jesuitas franceses en la Gran Guerra”. Lectura de la vida de las trincheras, ¿qué es esta tortura?

Entiendo, comida tras comida, la profundidad de esta conducta. Me dejo llevar por una filosofía elemental: pensar en lo que se come, agradecer por estar vivo… Mi cinismo habitual regaña por verme invadido de tanta simplicidad. El angelito contra el diablillo. “¿Vas a dejarte ablandar por estas santurronerías?” Sí.

Esto me recuerda el Día de acción de gracias, esa tradición de agradecimiento un poco forzado contra la que siempre he luchado. “¡Da tu brazo a torcer! Ya verás, ¡está bien agradecer, no es ridículo!”, me dice mi angelito.

Sí, se puede experimentar todo eso sin creer en Dios. Se puede imaginar una Belleza incorpórea que sacraliza los gestos anodinos. Durante estas lecturas, nos sumergimos en el sacrificio, la abnegación, el heroísmo ordinario,… como boyas de salvación en medio del desorden y del egoísmo. ¿Evidente? Quizás. ¿No está hecho este viaje para situarme ante estas evidencias olvidadas?

3:20h, tejanos, camiseta y salterio
Las maitines suenan en medio de la noche. A las 3:20h, congelado, me pongo mis tejanos y una camiseta gruesa y atravieso los silenciosos pasillos. Empujo la puerta de la iglesia. Allí están los monjes, unos sesenta, arrodillados en la oscuridad como fantasmas.

Apenas se oye el ruido de su presencia. Me pongo junto a una pared, discretamente, salterio en mano. Una señora extrañamente piadosa que parece estar en todos los oficios me pide si le puedo dar el salterio porque es el suyo. Había más de cien, sobre los bancos, iguales. Ella me indica que ha marcado las páginas. No me voy a pelear por un salterio, a las 3:30h, mientras los monjes rezan. Normalmente, una situación así la twiteo.

Surgen entonces los cantos, esos cantos gregorianos que resuenan en el alma como una endecha divina. Estoy invadido por la pureza del momento, la regularidad de la emoción que se apodera de las paredes oscuras, como si algo impalpable nos uniera en una onda perfecta.

La jornada de los monjes está ordenada en siete oficios que se intercalan entre comidas y trabajo, es la base de la regla. Al cabo de unos días, tengo mis oficios favoritos: maitines y vísperas.

En vísperas, los salmos cantados desafían todas las leyes de la armonía. Ahora los necesito, como a una droga. Querría escuchar este salmo 39 una y otra vez, cantado y tocado con este mismo cambio de tono, no con otro. Está decidido, voy a grabar a los monjes cantando vísperas. No está bien, sin duda, pero es sólo para mí; lo prometo, no publicaré nada en mi blog.

Al día siguiente de esta decisión censurable, voy al oficio con mi iPhone. Me siento en primera fila, el aparato escondido en el salterio abierto. Cuando todo está preparado, se planta un grupo de turistas japoneses. Es la primera vez en cuatro días que hay visitantes en la abadía; ahora toca.

La música sacra debe seguir siéndolo. No estoy autorizado a digitalizar la belleza. Veo la mano del dios en el que ya no creo. ¿Quizás podría yo ahora disfrutar del momento, escuchar mejor, oír verdaderamente? Pongo en su sitio mi iPhone.


No me gusta caminar. Pero aquí estoy, en Sept-Fons, la naturaleza es tan bella que te hace avanzar a pesar de ti. Camino solo entre quince hectáreas floridas. No había estado solo desde hacía muchos años…

Camino sin contar, en fin, sin pensar en ello. Embriagándome de la inmensidad de esta naturaleza reservada para mí, caen todos mis miedos y sonrío al cielo, a las amapolas y a las abejas.

Me viene incluso el deseo de tumbarme desnudo, boca arriba, para ver las nubes en comunión con el universo, con las palmas de las manos sobre la hierba húmeda. Pero pienso en mis monjes, la policía y la vergüenza. Me quedo vestido y cojo una cereza como compensación.

A medida que pasan los días, camino más deprisa. Ya no pienso en internet, ha pasado como se pasa una gastroenteritis. A veces, es verdad, estoy tan impresionado por la belleza de lo que veo, que me gustaría compartirlo, “to share it on Facebook”. Estos síndromes de abstinencia son cada vez más escasos a medida que se llena el recipiente de mis sentidos.

Reflexiono sobre esta frase que me comentó un amigo: “Tú eres el fruto de un árbol vivo…”. No negar el pasado, perdonar a los propios muertos, admitir la fragilidad de lo que uno es, observar humildemente que no soy más que “el fruto de un árbol vivo”. Y no la rama alta de un árbol muerto.

No sé por qué, pero ya no tengo miedo a la muerte. Me siento bien, como un fuerte eslabón de una cadena infinita. No, no he visto a la Virgen. Sólo he detenido el tiempo y, lejos de mis pantallas, he escuchado mi Ser.

Camino cada día un poco más y, para asegurarme, descargo la aplicación podómetro. Dudo que, en sus sueños de paseante solitario, Jean-Jacques Rousseau hubiera considerado necesario medir cuánto caminaba, pero yo no soy Jean-Jacques Rousseau y a mí me gustan las estadísticas. Seis kilómetros el último día, éste es el fruto de mis paseos campestres.

A mi llegada, el hermano hotelero me había comentado: “Si quiere hablar con un monje, es posible”. He tardado cinco días en decidirme. Miedo a que me pida que me confiese, a decir que no creo verdaderamente en Dios, a reconocer mi solicitud de registro,…

Finalmente me encuentro con el Hermano H. Misma edad que yo, una sonrisa radiante, ojos que brillan, la felicidad surgiendo de todos los rasgos de su rostro.

Ruido y ego/ belleza y eternidad

Me dice que me ha visto comulgar. ¡Sí, he comulgado! En un momento de gracia que me recordó a mi padre: era mi profesión de fe [ceremonia en la que los niños “profesan” su fe unos años después de su Primera Comunión, n.d.t], tenía siete u ocho años, mi padre no había comulgado desde hacía años, no se atrevía a levantarse para recibir el cuerpo de Cristo, yo le dije: “puedes ir, es mi profesión de fe…”. Yo le había “perdonado”, siendo un retaco. Él se levantó, a menudo me hablaba de ello más tarde.

He comulgado sin confesarme, también hay mucho que decir. El Hermano H. hace un gesto de enfado con amabilidad. Le digo que sé que “está mal”, pero que “si Dios existe, lo comprenderá”. Intento comprometerle. ¿Lo duda? No. ¿Es feliz? Sí.

Le pregunto si sabe el resultado de la final de la copa de Francia, PSG-Lille. Se ríe, pero dice que no. Ni tele ni radio ni distracciones. La distracción le aleja de la meditación, de la oración y del recogimiento. Entiendo que la distracción le aparta de la belleza de las cosas.

Con este ritmo preciso de oficios y de trabajo, la menor distracción es un riesgo, una tentación inútil. Me doy cuenta de que yo vivo EN la distracción. Estoy en el ruido, el ego, el tiempo real. Él está en la concentración, la belleza, la generosidad, la eternidad. Vivimos en dos planetas opuestos…


Me pregunta si he ido a la misa de la mañana, le digo que no. Se siente aliviado: “¡Tuve problemas para abrir el tabernáculo, fue horrible!”. Le aseguro que no es grave. No está de acuerdo. “No, cuando uno consagra su vida a Cristo, debe hacer las cosas con cuidado, respeto, precisión. La misa es un momento sagrado, los gestos tienen un sentido…”. La oración es un trabajo de orfebre. Admiro esta exigencia de seriedad y compromiso. Estoy impresionado.

Mi visión cinematográfica de la vida me hace ver el mundo bajo el signo del accidente; él lo ve bajo el de la perfección. Me paso la vida alimentando al mundo con mis imperfecciones.

Los sábados por la mañana, a menudo grabo pequeños vídeos con mi webcam, ideas sin pies ni cabeza que grabo al saltar de la cama, despeinado y con la camiseta mal ajustada. Las publico en internet y eso distrae a miles de personas, después cada uno sigue su camino.

Igualmente, cuando me apetece escribir textos largos y jugar con las palabras, me contento con tweets y estados Facebook. Elogio de lo aproximado, lo rápido, lo que se pasa rápidamente. Ciento cuarenta caracteres que no lo consiguen, o apenas. Ningún esfuerzo aquí dentro, nada sagrado.

Por supuesto en mi vida profesional es distinto. Impulsado por el grupo y los retos y por las responsabilidades, apunto hacia esta búsqueda de calidad casi sin pensar. Pero cuando se trata de mí, a solas con mi miedo…

El Hermano H. ha aclarado mi tendencia a huir de la belleza. Él invierte en el esfuerzo con la misma energía con la que yo invierto en el descuido.

Todavía hablamos de nuestras vidas y me atrevo a remarcar: “Al final, tu vida de monje no es más sencilla que otra. ¡Tienes una PYME, duermes en ella y aprovechas las pausas del café para rezar! Ríe de buena gana. “Sí, aunque es un poco más que eso…”.

Me vuelvo a querer

Podría hablaros de mis reflexiones sobre la felicidad, de mis decisiones existenciales, de mis amigos sdf con los que he intercambiado algunas palabras en secreto, descubriendo que llegaban de Anvers y se dirigían a Compostela a pie, de esos dos estudiantes que han venido a pasar el fin de semana para participar en los trabajos del campo, de mis lecturas -cuatro libros en siete días-, de mi último cigarrillo al ponerse el sol, de los cerezos, de esta biblioteca llena de obras religiosas.

Podría hablaros también de ese cuadro empezado en el 2000 que finalmente he acabado de pintar entre los paseos y los cantos, de esa comida en la que se habla por signos para pasarse la sal, el vino o el queso. Podría describir cada minuto de esta semana pasada en Sept-Fons. Quizás debería continuar esta historia en un libro…

El martes de mi salida vuelvo a encender mi iPhone. Me conecto a internet y me entero de que el Lille le ha dado una paliza al PSG, y DSK [ Dominique Strauss-Kahn, ex-director del FMI, n.d.t.] a una camarera.

Vuelta a los negocios. Pero en mi maleta, la muerte se ha encogido, lo sagrado ha tomado su lugar y yo me vuelvo a querer. Algunos verán en ello el signo de Dios, les dejo de buena gana esta interpretación.

Unos días más tarde, el cartero me deja un paquete. El Hermano H. me envía dos libros y unas palabras. Piensa en mí, reza por mí, no quiere que olvide esos momentos de gracia vividos entre ellos. Estoy emocionado como un niño. Algo me dice que volveré a caminar por los pasillos de Nuestra Señora de Sept-Fons. Sin teléfono.


Oración y tienda en línea

Fundada en 1132, la abadía trapense de Sept-Fons, en el Allier, en Auvergne, acoge a unos sesenta monjes, algunos de ellos jóvenes novicios. Siguen la regla de san Benito: ora et labora, oración y trabajo.

Viven de los productos de la granja, del jardín y del huerto, pero sobre todo de la elaboración de toda una gama de productos naturales, entre ellos el Moulin de la Trappe. Para hacer pedidos en línea: www.dietetiques-confitures-septfons.com.

Por Cyrille de Lasteyrie, director de StoryCircus, empresa especializada en la creación de programas digitales y miembro de la conferencia TEDx París, conocido en internet con el pseudónimo de Vinvin, por su blog 20 sur 20, y en Twitter le siguen más de 34.600 personas. Presenta junto al humorista François Rollin el programa Le Grand Webze de France 5. Esta experiencia la vivió y narró hace dos años, y esta es la primera vez que se publica en español.

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