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Cuaresma, un tiempo alegre

Alegría bajo la lluvia

© SHUTTERSTOCK

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/03/14

En la renuncia, siempre por un bien mayor, crecemos y nos alegramos con esos pequeños pasos

La Cuaresma nos enseña a ser más libres. Es una oportunidad para vencer la pereza. Por eso hoy nos alegramos de poder aprender a renunciar para tener más vida.

Como el otro día leía: «La ascesis no implica desprecio del cuerpo, sino más bien alta estima del mismo. El discernimiento de espíritu y de la medida correcta, es decisivo para el monje»[1].

Queremos ser dueños de nuestra vida y de nuestro cuerpo para discernir en el Espíritu. Dominando el cuerpo al que amamos, nos hacemos más libres para buscar lo que Dios quiere de nosotros. Libres para amar más, para entregar más, para no ser mezquinos.

No queremos ser arrastrados por nuestros instintos más elementales. Queremos que todo le pertenezca a Dios, como decía el Padre José Kentenich: «Dios nos quiere totalmente, con todas las fibras de nuestro ser. Más aún, con cada uno de nuestros instintos. Dios es mi todo. Dios quiere que todos los instintos del amor y sus ramificaciones estén vinculadas a Él»[2].

Queremos aprender a renunciar para ser más de Dios, para pertenecerle por entero. Pero queremos hacerlo con alegría. De nada sirve vivir el sacrificio con cara de tristeza.

Jesús nos pide que nadie note que ayunamos. Porque sólo Dios tiene que verlo. Y nosotros tenemos que aprender a sacar el bien del mal, lo bueno de la carencia, de la renuncia.

El sacrificio tiene que darnos alegría. Ya lo decía el Padre Kentenich: «No olvidéis cultivar la alegría por cada pequeña victoria que se obtenga. Quien no sienta alegría de ser noble y bueno, echará mano de alegrías que son malas»[3].

Es entonces la renuncia sólo un símbolo que nos muestra el valor de decir «no». Y al hacerlo llenarnos de alegría por cada pequeña victoria. Pero, ¡cuánto nos cuesta!

Decirle que no a algo malo nos parece evidente, hasta sano y santo. Pero renunciar a algo bueno lo vemos como una pérdida y nos entristece. En realidad, lo hacemos en vistas a un bien mayor, más alto, más grande.

Renunciamos por amor a Dios, por amor al hombre y a nosotros mismos. En la renuncia crecemos y nos alegramos con esos pequeños pasos que nos cuestan. Por todo eso es alegre este tiempo cuaresmal.

Al mismo tiempo, la renuncia nos hace más solidarios y nos une a todos aquellos que no renuncian por libre voluntad, sino porque no pueden hacerlo de otra forma.

Hay tantas personas que hoy, con la crisis y la falta de trabajo, llegan a pasar hambre y necesidad. Tantos indigentes que viven de la caridad, tantas personas que están solas sin nadie que las cuide y les den algo de cariño.

Sí, la renuncia nos une a ellos, nos hace solidarios, nos hace hermanos, nos hace más humanos y hace que dejemos de mirarnos. Nos hace vivir libremente lo que muchos viven por obligación. Nos permite acompañarlos en su necesidad y rezar por ellos.

El amor hace de la renuncia un trampolín hacia el cielo. La plenitud sólo se dará entonces. En el camino haremos que la fatiga sea descanso y los dolores motivos de esperanza. Así es el cristiano. Al vivir enamorado de Cristo, le da un sentido a todo lo que hace y sufre, a todo lo que vive y sueña. Es la capacidad del santo que ha cambiado la mirada porque Dios mira a través de su corazón.

No renunciamos porque la vida nos pueda hacer pecar. Renunciamos porque nos educamos para la vida. Y la vida siempre, aunque a veces no queramos, tiene una cuota importante de renuncia, de negación de uno mismo, de vaciamiento para dejarnos llenar por Dios.

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